Como la inflación sólo nos preocupa en su dimensión económica, nos hemos vuelto insensibles a la inflación verbal.
Y me parece que sólo la inflación verbal puede explicar la profusión con que las palabras ética o moral aparecen en los discursos y las declaraciones, profusión que a menudo revela una incontinencia verbal digna de mejor causa. Ya se sabe: siempre que alguien se siente impotente o indignado frente a algo que le disgusta o que, lisa y llanamente, rechaza, apela patéticamente a una supuesta pérdida de ética y/o valores. “Esto (lo que sea) no pasaría si la gente (o los “x”...) tuviera más ética”.
La razón por la que tanta gente dice estar convencida de que la ética puede salir airosa allí donde la legislación, la política, la gestión, las costumbres o la educación han fracasado, escapa a mis capacidades de comprensión. Mi credulidad es bastante limitada como para aceptar que la pobre ética podrá llegar allí donde las otras no llegan. Francamente: no entiendo cómo podremos resolver mejor los problemas de legislación, de política, de gestión, de costumbres o de educación hablando de ética o apelando a ella. Entre otras razones porque esto supone que ya las hemos planteado autosuficientemente sin ninguna consideración ética, que es lo que queremos añadir después. Y, la verdad, si la ética no está presente conceptualmente de entrada ya no lo estará nunca. Dicho con otras palabras, no entiendo qué sentido tiene un enfoque que cuando habla -por poner un ejemplo- de gestión no habla de ética, y que cuando habla de ética no habla de gestión.
A veces pienso que la caída de las grandes ideologías nos han dejado como herencia la nostalgia de un mundo bien ordenado (aunque un mundo bien ordenado sólo sea una fantasía bien ordenada). Porque, en el día a día, la falta de creencias compartidas nos ha dejado ante la evidencia de criterios de decisión dispares, cuyo principal argumento a menudo es la facticidad de su poder para imponerse como tales. Frente a esta dispersión incontrolable, la incontinencia ética insiste en proclamar que la falta de cohesión social, determinados excesos demasiado sangrantes y la recuperación de la salud cívica se superarían con unas buenas inyecciones de ética. Pero no dice cómo ni por qué. Probablemente porque no lo sabe.
En definitiva, frecuentemente se apela de forma lamentable a la ética con un tono lloroso de último recurso: si ella no puede, es que ya no hay nada que hacer. Resulta sintomático que para mucha gente hablar de ética sea únicamente hablar de aquello que no debería ocurrir o señalar con el dedo aquello que se rechaza (todo en nombre de valores incontrovertibles y a ser posible genéricos -¿o universales?-, faltaría más). Se habla de ética sin otra preocupación que la de evitar conductas; desde el deseo de no ver lo que estamos viendo. Ahora que se está reiniciando la moda de los códigos de conducta, no es ocioso recordar que muy a menudo éstos se orientan precisamente a regular los comportamientos no aceptados por el grupo… o por la autoridad (in)competente. Una ética básicamente negativa, por tanto, como formulación explícita de lo que no hay que hacer; no como expresión positiva de cómo queremos vivir.
Curiosamente, la incontinencia ética casi siempre se muestra incapaz de afirmar nada… concreto: las generalidades son su especialidad. Sólo sabe acusar, censurar y negar. Exige eliminar determinadas prácticas, pero es incapaz de mostrar -y a veces incluso de enunciar- qué forma de vida quiere realizar (y cuando lo hace, suele olvidar plantearse cuáles son las condiciones de viabilidad de lo que quiere). Y quizá sería bueno recordar que sólo desde el compromiso gozoso con lo irrenunciable se desvela lo que es realmente intolerable. Pero un compromiso que no confunde lo irrenunciable con un discurso que sólo se nutre de su propio deseo, porque sólo desde la realización de aquello que deseamos promover se clarifica aquello que queremos evitar.
Por eso, tan a menudo, ciertos especialistas en ética son incapaces de indicar una sola práctica, institución, procedimiento o manera de proceder que resuelva lo que va mal. Porque su especialidad es decir que todo va mal o que nada va suficientemente bien, y apelar enfáticamente a lo que debería ser, que de lo que es ya se ocuparán los pobres legisladores, políticos, gestores y educadores que tienen la responsabilidad de aplicar (palabra mágica en el discurso ético jerarquizante) aquellos principios tan generales y de imposible rechazo, en cuyo enunciado empieza y acaba la responsabilidad de cierto discurso ético, cuya vocación de fondo no son los principios universales sino ser el principal protagonista del juicio universal.
Cuando los incontinentes insisten en su lúgubre discurso (cuya radical exigencia a menudo consiste en la práctica en poco más que en decir que todo va mal), uno se pregunta si, en definitiva, en el horizonte de su deseo se dibujan unas personas más libres o más adaptadas. Si lo que echan de menos es más ética o más control.
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@JosepMLozano
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