Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque de ello –como de tantas cosas- hace ya muchos años. Tantos que en aquel tiempo comprábamos con pesetas. Durante el veraneo, solíamos ir de vez cuando a hacer las compras de intendencia a una gran superficie comercial. Allí recibí una clase de ética que no se me olvidará nunca.
Durante mucho tiempo, lo usual era encontrar desperdigados en el aparcamiento los carritos de la compra, con riesgo para la carrocerías de los coches, pese a los amables y omnipresentes mensajes que indicaban dónde deberíamos dejarlos y nos exhortaban a hacerlo por el bien de todos. Hasta que llegó el día en el que, para nuestra sorpresa, al llegar los encontramos perfectamente alineados en su sitio (y, por cierto, ya no vimos más al chico que trabajaba empujándolos para ordenarlos). Tal milagro se debía al ingenioso mecanismo que permite disponer del carrito previo depósito de una moneda, que se recupera cuando se encaja el carrito ya vacío con otro ya ordenado en perfecta alineación. De esta forma, la necesidad que el cliente tiene del carrito y el interés que tiene en no regalar su moneda le hacen cooperar en el mantenimiento del orden general del aparcamiento.
En un mecanismo tan trivial se sintetiza un debate que empapa la reflexión moral contemporánea. Un debate, por una parte, entre los que creen que los individuos actuamos siempre movidos por nuestros intereses, y, consiguientemente, que en la ilustración y clarificación de lo que son más auténticamente los propios intereses se condensa todo proyecto moral posible, tanto personal como social. Por otra parte, los que creen que sólo se puede hablar propiamente de moral cuando uno va más allá del propio interés y se preocupa activa y conscientemente por los demás, por la comunidad o por el bien común. En el límite, se diría que la partida se juega entre la moral encerrada en el sólo interés frente a la moral vacía de intereses. En el primer caso, el interés y el amor propios lo acaban explicando y justificando todo en el terreno moral, y convierten en incomprensible cualquier decisión que no se reduzca a ellos. En el segundo caso, cualquier contaminación de interés devalúa o anula automáticamente la moralidad de la acción. No hay alternativa: o héroes o villanos.
Aunque algunos investigadores señalan que los comportamientos frecuentes responden mejor a los incentivos económicos, mientras que las decisiones importantes y significativas (y poco frecuentes) pueden y suelen incorporar más explícitamente dimensiones de valor, podemos contemplar nuestro aparcamiento como una parábola de lo que algunos consideran que son las posibilidades y los límites de la ética empresarial: ninguna campaña sobre el respeto a los demás o el civismo hubiera conseguido una mejora de la convivencia como el interés en no perder veinte duros. De lo que se trata pues, dirán los avisados, es de incentivar la cooperación. Es un problema de resultados deseados, no de cambio o desarrollo personal y organizativo. No nos metamos en líos
Es cierto que, aunque los hechos muestran también que los humanos actúan a veces (¿o a menudo?) por motivos irreductibles al cálculo interesado, sería iluso plantear la convivencia ignorando el lenguaje universal del interés. Pero también es cierto que sería inhumano plantear la vida social dando por supuesto que sólo somos capaces de actuar por interés. En el fondo, pues, nuestro aparcamiento nos interroga sobre los procesos que configuran el desarrollo moral en el seno de una colectividad, y sobre el papel que juegan todos los actores en estos procesos, incluidas las empresas. A no ser, claro está, que partamos del supuesto de que las capacidades morales que se requieren en el contexto empresarial sean las mismas que se desarrollaron para aparcar correctamente en nuestro supermercado. En último término, pues, cuando hoy hablamos de ética empresarial, la cuestión de fondo que no se suele explicitar ni afrontar es si nos conformamos o nos resignamos a pensar que la ética empresarial sólo puede ser –en este sentido- una ética de supermercado. O aceptar en nombre de la lucidez y del realismo, que ni somos capaces de nada más, ni es razonable esperar nada más.
Pero, por otra parte, es importante no ponernos estupendos ni hacernos trampas al solitario. Paradójicamente, se ha puesto de moda, cuando se analiza la crisis que estamos viviendo, proferir grandes jeremiadas lamentando la codicia y la desfachatez de determinados personajes o de toda una casta profesional, y vuelta al lamento de cómo somos los humanos, de si no hay nada que hacer, y que a ver si mejoramos el nivel de nuestra educación moral. Lo que no deja de ser verdad si no fuera por pequeño detalle de que nos permite personalizar el desastre e ignorar lo que cuando era joven llamábamos "el sistema", que sigue tan campante mientras concentramos nuestras energías en denostar a los indecentes por su indecencia. Y luego nos extraña que vida siga igual, que cantaba aquel. Ha habido mucho indecente suelto, pero la partida no se juega únicamente en predicar la decencia y educar para ello, y después cruzar los dedos. Sin hincarle el diente a los sistemas de incentivos, a las estructuras de gobierno, al peso de determinados lobby, a regulaciones internacionales el desorden, como en el supermercado, persistirá y se reproducirá, cancerígenamente. Pero el riesgo aquí ya no será abollar alguna carrocería, sino destrozar vidas y cohortes generacionales enteras. O, en palabras de Bauman, construir una sociedad que genera residuos humanos.
@JosepMLozano
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