Comunidad ÉTNOR

Foro de debate sobre ética y responsabilidad social en empresas y organizaciones

Casi todo lo que se relaciona con la responsabilidad social empresarial (RSE) es objeto de debate: desde luego, también la valoración de sus resultados. Y muy especialmente en lo que respecta a las grandes empresas, que es el colectivo prioritario en torno al que surgió el concepto y el que sigue concitando el grueso de las reflexiones. No obstante, parece cada vez más extendida la opinión de que, aunque se acepte que la RSE ha aportado numerosas innovaciones a la gestión empresarial, en general no han pasado de ser más que cambios superficiales, afectando todavía muy poco -si es que afectan en algo- a las cuestiones verdaderamente importantes: a los criterios, valores, objetivos y comportamientos básicos de dichas grandes empresas.

Así, y aunque no exista de niguna forma consenso al respecto, muchos expertos, académicos, activistas e incluso profesionales están llegando crecientemente a la conclusión de que la RSE se enfrenta a límites que acaban convirtiéndose en obstáculos infranqueables para la consecución de sus objetivos primigenios (que no son dotar a las empresas de políticas, códigos, sistemas de información e instrumentos cada vez más sofisticados, sino transformar realmente los comportamientos empresariales, erradicar las malas prácticas, eliminar -o mitigar todo lo posible- las externalidades negativas).

Es una impresión que probablemente afecta a la propia idea genérica de la RSE, pero muy especialmente a la forma concreta en que la entienden y aplican mayoritariamente las grandes empresas que afirman que apuestan por ella (así como todo el entorno de intereses que gira a su alrededor): una forma de entenderla y aplicarla que se ha convertido -en la teoría y en la práctica- en la concepción claramente dominante de la RSE. Esa concepción para la que la RSE no es necesariamente una cuestión de ética, sino ante todo de inteligencia, de egoísmo ilustrado: una filosofía de la gestión que las empresas asumirán en la medida en que sean capaces de percibir que -aunque sea de forma difusa, diluida en el tiempo y muy difícilmente concretable y cuantificable- acaba siendo a la larga positiva económicamente para la empresa, porque -por diferentes vías- fortalece su capacidad deten generación de valor de forma sostenida en el tiempo. Por eso la empresa responsable es ante todo la empresa inteligente, la empresa capaz de entender cuáles son sus verdaderos intereses a largo plazo y capaz también de no supeditarlos por consideraciones cortoplacistas. Es lo que se ha dado en llamar el “business case” de la RSE: su justificación en términos pura y descarnadamente económicos. Y nótese que no se discute aquí la posible verosimilitud de las virtualidades económicas de la RSE para la empresa; sólo se quiere poner de relieve que esta presunción se convierte en la justificación esencial de la forma de entender la RSE que se ha convertido en paradigmática en el mundo de la gran empresa. Una justificación de la que se deriva una visión eminentemente voluntaria -e incluso unilateral- de su práctica.

Al margen de que se trata de una argumentación en buena medida retórica y en la que es muy cuestionable que crean realmente las grandes empresas que dicen defenderla1, es esta aproximación a la RSE la que está revelando límites patentes. Límites, al menos, de tres tipos: conceptuales, operativos y de alcance.

1. Límites conceptuales

Es difícil negar el grado de instrumentalización con que se entiende la RSE desde esta acepción. Se trata, en esencia, de una herramienta o, si se quiere, de una inversión: estratégica y de largo plazo, sin duda, pero una inversión que la empresa tiene que evaluar como lo hace con todas las restantes: aceptándola sólo si genera unos resultados finales superiores a los costes que comporta.

En este sentido, la finalidad última de esta forma de entender la gestión responsable sigue siendo -como en la gestión convencional- el beneficio. Ciertamente no -al menos, en la teoría- la maximización del beneficio a corto plazo, pero sí la optimización de la senda de evolución del beneficio a largo plazo; es decir, la maximización del beneficio acumulado a lo largo de la vida del proyecto empresarial. Algo que -aparte de no resultar tan subversor de la visión tradicional de la empresa como se pretende- sigue orientando toda la actividad empresarial en función de los intereses de los accionistas, para cuyo óptimo beneficio a largo plazo los restantes grupos de interés siguen siendo simples instrumentos: que deben gestionarse con prudencia para evitar que la relación con ellos genere conflictos que pueden acabar siendo problemáticos para los intereses de los accionistas; pero simples instrumentos.

Parecen obvias las limitaciones que de una concepción de la RSE de este tipo pueden derivarse: díficilmente tendrá la fuerza suficiente para impulsar en medida deseable el avance hacia esos objetivos esenciales que antes se apuntaban. En la práctica, la decisión de asumir criterios responsables dependerá de la percepción que cada empresa tenga sobre los efectos que a la larga puedan reportarla y de su consideración de los inconvenientes que puedan suponer en las circunstancias concretas por las que atraviese. Si es ésta la única justificación para asumir la RSE, la empresa se considerará legitimada para no asumirla si, por las razones que sean, no percibe esa rentabilidad; o para hacerlo de forma selectiva (sólo en los aspectos o en los lugares que juzgue convenientes). Un doble lenguaje lamentablemente generalizado en las grandes empresas que se dicen responsables.

2. Límites operativos

Son obstáculos que dificultan la aplicación en la práctica de la mencionada concepción de la RSE, que pueden concretarse en los tres siguientes:

2.1. Insuficiente evidencia empírica

Se ha realizado y se sigue realizando una ingente cantidad de estudios -de diferente metodología y desde diferentes campos- para contrastar la hipótesis en la que se funda el “busines case” de la RSE. Sin embargo, y pese a la existencia de indicios positivos, lo cierto es que no se ha llegado -y probablemente, por la propia naturaleza del asunto, nunca se llegará- a una evidencia empírica incuestionable. Y desde luego, no con la claridad y simplicidad con las que necesitan las certezas quienes toman las decisiones importantes en el seno de las grandes empresas. Algo que, inevitablemente, matiza sensiblemente la firmeza con la que se asume este tipo de compromisos: frente a la sencilla rotundidad de lo que indica la cuenta de resultados tradicional, es difícil creer de verdad -hasta sus últimas consecuencias- en lo que no se ve ni se toca.

2.2. Lejanía del largo plazo

Pero aunque las empresas confiaran -como afirman muchas- en que la hipótesis fuera cierta, los efectos a largo plazo suponen habitualmente en la práctica una recompensa demasiado lejana y etérea frente a las incontenibles urgencias del presente: y es que el largo plazo es demasiado largo. Es muy difícil para la gran empresa -y especialmente para la cotizada- disponer de la paciencia necesaria para esperar con templanza los benéficos efectos que a la larga rendirá la RSE, dejando de lado los posibles beneficios extraordinarios que pueden conseguirse en el corto plazo merced a la utilización de criterios menos exigentes. No es de extrañar, así, que muchas grandes empresas presuntamente comprometidas con la RSE acaben limitando su voluntad de responsabilidad sólo a aspectos no demasiado relevantes y extendiéndolos muy raramente a cuestiones verdaderamente importantes que puedan poner en cuestión los resultados del ejercicio, por mucho que pudieran fortalecer a largo plazo su reputación y su solidez económica. Es más: aunque quisieran, el ecosistema en el que viven (el mercado) dificulta sustancialmente esa paciencia. Lo que conduce al siguiente límite.

2.3. Penalización por el mercado

Toda esta concepción de la RSE descansa en una hipótesis que parece muy razonable en la teoría, pero que en la realidad -como se indicaba en el punto 2.1- no se cumple: la hipótesis de que el mercado valorará positivamente los comportamientos responsables de las empresas. Es decir, que los diferentes grupos de interés reaccionarán positivamente ante la empresa responsable que intenta relacionarse con ellos con ecuanimidad y aportarles el mayor valor posible (sobre todo si lo hace mejor que las competidoras), desarrollando frente a ella actuaciones que, a su vez, la aportarán un mayor valor: los clientes, comprando más y más fielmente; los inversores, invirtiendo más y más establemente; los empleados, trabajando más y más comprometidamente; los proveedores, trabajando más cooperativamente con la empresa; y los restantes grupos de interés, contribuyendo a conformar una opinión -una reputación- más sólida para la empresa.

Lamentablemente, no siempre se verifica este círculo virtuoso. Es muy cuestionable que los diferentes agentes del mercado detecten, valoren y premien rápida y significativamente los criterios responsables. Más aún, hay segmentos muy relevantes del mercado que sistemáticamente hacen lo contrario: muy especialmente, los mercados financieros, cecientemente hegemónicos, cada día con mayor capacidad para condicionar decisivamente las decisiones empresariales (sobre todo, en el caso de las grandes empresas cotizadas y, en general, tanto más estrechamente cuanto más dependiente sea la empresa de la financiación exterior) y en muchos casos fuertemente cortoplacistas. Son mercados, por eso, que incentivan las decisiones empresariales también cortoplacistas y orientadas a la maximización del beneficio para los accionistas y que, en consecuencia, penalizan -frecuentemente, de forma muy severa- las decisiones basadas en criterios de largo plazo, de valor equilibrado para todas las partes afectadas y de sostenibilidad y responsabilidad social.

Lo que viene a recordar algo que frecuentemente olvidan quienes se ocupan de estos asuntos: que el margen de actuación del que dispone la empresa (incluso la muy grande) está poderosamente limitado por el marco en el que actúa. De forma que la habitual irresponsabilidad social de las grandes empresas no sólo es achacable a ellas ni es sólo fruto de sus maquiavélicas intenciones, sino así mismo producto del sistema en el que se enmarcan. Lo que revela la existencia de un componente estructural o sistémico en esa irresponsabilidad: resultado de una lógica general que la fomenta (y que tanto las grandes empresas como los restantes agentes dominantes del sistema necesitan en la práctica para optimizar sus resultados).

3. Límites de alcance

Todo lo anterior permite intuir el último tipo de límites de la RSE convencional: su incapacidad para actuar sobre todas las instancias significativas que impulsan la irresponsabilidad social empresarial.

En primer lugar, por lo que acaba de apuntarse: porque en no escasa medida es el propio sistema económico el que fomenta la irresponsabilidad social empresarial. Proceso que se ha agudizado a lo largo de las últimas décadas, paradójicamente en el período de aparente expansión de la RSE, que ha coincidido con el período de apoteosis del modelo económico neoliberal: un modelo que -frente a lo que pregona la RSE en la teoría- ha inducido en la realidad (y con toda crudeza) criterios y comportamientos empresariales abiertamente contrapuestos con aquélla (cortoplacismo; hegemonía y condicionamiento creciente de los mercados financieros y financiarización de la actividad empresarial; persecución del máximo valor para los accionistas y reforzamiento de la posición dominante de éstos en el gobierno de las grandes empresas; intensificación de los fenómenos de externalización, subcontratación y deslocalización; deterioro rampante de las condiciones y los derechos laborales; espeluznante intensificación de las desigualdades en el seno de la empresa...). Con lo que no debería extrañar que en estos años de la pretendidad edad de oro de la RSE se hayan agravado como nunca antes en la historia del capitalismo moderno las malas prácticas de todo tipo, las externalidades negativas y, en definitiva, la irresponsabilidad social de las grandes corporaciones. En no pocos casos, para más inri, en las mismas empresas que, al mismo tiempo, blandían inocentemente el virginal estandarte de la RSE.

En segundo lugar, porque las malas prácticas de las grandes empresas derivan fundamentalmente de su propio poder: de su desequilibrado poder de mercado y de su capacidad de actuación, de influencia y de condicionamiento en todos los niveles de la vida. Algo frente a lo que la concepción dominante de la RSE es manifiestamente impotente.

Son fenómenos, ambos, frente a los que la RSE convencional no dispone de arsenal ni permite actuaciones mínimamente significativas. De poco servirá si no se dispone de la voluntad y de la capacidad para revertir o mitigar la penalización sistmémica de los criterios responsables por el mercado y para frenar y controlar el poder corporativo.

Conclusión

En definitiva, todo lo anterior redunda en lo mismo: si se quiere avanzar de verdad hacia la mejora sustancial de los comportamientos empresariales y si la irresponsabilidad empresarial importa realmente (y debiera importar), la concepción dominante de la RSE no basta. Sin rechazar lo que la RSE pueda tener de positivo, hace falta plantear una aproximación radicalmente diferente: superar la RSE para impulsar y exigir con firmeza un cambio real en los comportamientos de las grandes empresas. Una aproximación que no puede fundamentarse ni en la voluntariedad ni en la presunta inteligencia empresarial (como tampoco en sus hipotéticas convicciones morales). Muy al contrario, se trata de una cuestión que trasciende ampliamente el debate estricto sobre la RSE y que requiere ser enmarcada en una perspectiva más general y mucho más compleja. Una perspectiva inevitablemente política, que afecta al conjunto del sistema económico. Casi nada.

(*) Artículo publicado en Diario Responsable. Es resultado de un coloquio organizado por el diario Bez, en donde se ha publicado una versión abreviada y dividida en dos partes.

1Puede verse sobre esto J. A. Moreno, “RSC: para superar la retórica”, Dossieres EsF, nº. 14, verano de 2014.

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