Érase una vez una pyme española del sector de artes gráficas, emprendedora, creadora de trabajo y de riqueza y razonablemente sólida. Se llamaba Unipapel y había nacido de la fusión de tres empresas familiares en 1976. Aquélla no era en absoluto una época fácil en nuestro país: ni en lo político -todavía con la dictadura coleando- ni en lo económico -en medio de una durísima crisis-. Pero Unipapel supo salir adelante: con esfuerzo, con inversiones innovadoras, con ímpetu comercial, con unas relaciones laborales probablemente paternalistas, pero que ahora miraríamos con nostalgia... Y creció y se expandió (saliendo a bolsa en 1986 y absorbiendo otras empresas) y consiguió una cuota de mercado muy relevante (aunque no de forma inmaculada), tanto en el país como en el exterior, hasta convertirse en una entidad líder de su sector (la fabricación de material de escritorio y escolar y servicios de oficina).
Ésta era la situación hasta hace poco. Incluso había atravesado por la terrible crisis reciente sin daños insalvables. Pero la cada vez más exigente competencia internacional condujo a las familias propietarias a un replanteamiento estratégico radical: en 2012 deciden no sólo un cambio de nombre (la empresa pasará a llamarse Adveo), sino también una profunda reestructuración, conformándose desde entonces como un grupo bicéfalo, con una línea orientada a la fabricación -la antigua Unipapel- y otra -cada vez más prioritaria y con una presunta mayor capacidad de beneficio- a la distribución. El progresivo desinterés por la rama de fabricación se hace evidente en 2013, con una decisión que se revelaría trágica: la venta de la división industrial a Springwater Capital, un fondo de capital riesgo con sede en Ginebra que no ha sido precisamente agua de primavera para la empresa adquirida.
Todo apunta a que Adveo facilitó la venta cuanto estuvo en su mano, con un inocultable deseo de desprenderse cuanto antes de las fábricas, hasta el punto de ser muy cuestionable la rentabilidad de la operación para ella. Rentabilidad que sí resultó abrumadora para el fondo comprador, que parece que sólo ha llegado a desembolsar una pequeña parte de la módica cantidad estipulada (16 millones de euros). La operación incluía las factorías de Tres Cantos (Madrid), Logroño y Aduna (Guipúzcoa), la actividad de reimpresión en sus talleres de Francia y Marruecos y la oficina comercial en Portugal, así como la plantilla de la división (329 en la actualidad).
Las primeras declaraciones de Springwater, con todo, fueron esperanzadoras: habían venido para fortalecer, rentabilizar y potenciar la empresa. Los hechos, sin embargo, pronto las desmintieron: rápidamente se ralentizó el ritmo productivo y se redujeron turnos, se retrasaron los pagos a proveedores -hasta paralizarse-, se dejaron de abonar las cuotas a la Seguridad Social, se incumplieron pedidos, se perdieron clientes y, claro está, se entró en progresivas dificultades financieras. Una historia clásica de quiebra teledirigida. En noviembre de 2015 prácticamente se para la producción. Los trabajadores no pueden dudar ya de lo que se está gestando. En este mes de mayo se ha anunciado el cierre de las plantas de Tres Cantos, Logroño y Aduna y un ERE y un ERTE para la práctica totalidad de la plantilla. El drama está servido.
Dicen los sindicatos que el cierre supondrá un coste directo de al menos 25 millones de euros (indemnizaciones de FOGASA, prestaciones de desempleo, deudas a la Seguridad Social, deudas con proveedores y con los anteriores propietarios...), a lo que hay que sumar los cuantiosos costes indirectos (por sólo mencionar los económicos más evidentes: impuestos que se dejarán de cobrar, ventas y puestos de trabajo de proveedores que se perderán, impacto en las localidades de implantación...).
Al margen de las posibles ilegalidades en que Springwater haya podido incurrir (y que están siendo denunciadas por los sindicatos), parecen evidentes las diferentes responsabilidades que concurren en todo este proceso: la de Adveo, que lo ha favorecido claramente y que ha seguido extrañamente implicada en la empresa vendida (encargándose de labores como la contabilidad, la telefonía, la informática, el transporte y la distribución, la confección de nóminas...); la de la Administración Pública, que está permitiendo una quiebra artificial sin intervenir en ningún momento; y, por supuesto, la de Springwater (que parece que no es nueva), que desde un principio ha pretendido descaradamente el cierre de una empresa que podía ser rentable buscando con ello alguna fuente de beneficio que no es fácil de percibir, pero que seguro que existe. Y frente a todas esas complicidades, destaca la dignidad de una plantilla, que está luchando por mantener su trabajo y la actividad de una empresa capaz de generar riqueza para la sociedad.
Ciertamente, una historia lamentable desde todos los puntos de vista. Pero también una parábola muy ilustrativa de la calidad moral y de la irresponsabilidad social que caracteriza a la actividad empresarial y al tipo de capitalismo de nuestro tiempo. Porque, por encima de todos los detalles comentados (que, con diversas variantes, se repiten profusamente), no deberíamos olvidar las razones de fondo que posibilitan este tipo de fenómenos. Merece la pena -creo- reparar al menos en tres:
1. Por una parte, la liberalización prácticamente absoluta para los movimientos de capitales y la consiguiente internacionalización plena de los mercados financieros, que hacen posible compras de empresas en cualquier país por inversores de cualquier otro, aunque sólo persigan objetivos especulativos y puedan suponer una destrucción irreparable del tejido productivo nacional.
2. En segundo lugar, la dependencia creciente de las empresas (y muy especialmente, las cotizadas) de los mercados financieros, que produce un irreversible condicionamiento respecto de unos inversores (muy especialmente los fondos de inversión, en sus diferentes modalidades) que actúan a nivel internacional, que mueven sus inversiones a velocidad supersónica y que persiguen la máxima rentabilidad posible, penalizando, en este sentido, a empresas con beneficios sólo porque pueden obtener beneficios mayores en otras.
3. Y en tercer lugar, no lo olvidemos, el hecho de que se sigue considerando que una empresa es una simple agrupación de capital financiero y que, por tanto, es una propiedad absoluta de quienes aportan ese capital (los accionistas). Unos accionistas, en consecuencia, que pueden hacer y deshacer a su antojo con ese objeto de su propiedad: comprar, vender, trocear, arruinar... Obviándose lo evidente: que una empresa no es simplemente eso, sino agrupación de capitales de muy diferente índole: capital financiero, por descontado, pero también capital humano, capital aportado por los proveedores que desarrollan líneas de producción específicas para la empresa, capital de conocimiento y de relaciones, capital reputacional, capital aportado por las administraciones públicas en forma de subvenciones y licencias, capital aportado por los clientes en forma de ingresos por compras, capital aportado por las comunidades que acogen a la empresa y que padecen (y costean) las externalidades negativas que aquélla produce (y que no paga). Todos los aportadores de esos capitales contribuyen a la creación de la empresa y a la generación del valor que ésta produce. No sólo es una cuestión de accionistas.
Frente a los problemas que todo o anterior puede causar, la sociedad sólo dispone del amparo de la ley. De leyes que impidan o dificulten los efectos negativos que de todo lo ello pueden derivarse. Pero las leyes en este terreno, por desgracia, no han hecho sino debilitarse en todo el mundo a lo largo de las últimas décadas: ha sido la finalidad consciente de una política premeditada que ha cosechado un éxito rotundo (a costa de una degradación social cada día más patente).
No es algo, en ese sentido, que pueda remediarse sólo a nivel nacional. Por eso es tan endiabladamenre complicado tratar de poner coto a situaciones como la de Unipapel. Pero ¿de verdad es tan imposible hacer algo, aunque sea un modesto paliativo? ¿Es que no pueden las Administraciones Públicas de un país controlar en alguna medida la toma de participaciones de control en empresas nacionales por inversores extranjeros? ¿Es que no puede frenarse de ninguna forma las inversiones y las gestiones claramente especulativas que persiguen el desmoronamiento de las empresas invertidas? ¿Es que no puede limitarse en modo alguno la omnipotencia y la irresponsabilidad social de los accionistas en las decisiones estratégicas? ¿Es que no es posible impulsar y fomentar -aunque fuera no obligatoriamente y sólo de forma supervisora- la participación en los órganos de decisión máximos -en los consejos de administración- de esos otros “propietarios” de las empresas que son los trabajadores, los proveedores estratégicos, los clientes, las comunidades donde se ubican...?
A las puertas de las elecciones del 26 de junio, no estaría de más que se ocuparan también de estos temas las fuerzas políticas pogresistas que aspiran al gobierno de este país. Porque de ellos depende en buena medida la calidad de vida y el futuro de mucha gente que no se merece desatinos como el de Unipapel.
(*) Este artículo ha sido posible gracias a la información facilitada por el Círculo de Podemos de Tres Cantos. Se ha publicado previamente en eldiario.es y el Diario Responsable.
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