Un reciente (y como siempre, espléndido) post de Antonio Vives (“¿De quién es la empresa? ¿Qué debe maximizar?”) recuerda la gravedad de los problemas que ha provocado la generalización del criterio de maximización del beneficio como objetivo de la gestión empresarial. Una cuestión que puede parecer excesivamente académica, pero que consideramos absolutamente nuclear en el debate sobre la responsabilidad social empresarial (RSE). Por ello, nos ha parecido de interés contribuir a este debate con un texto que publicamos en tres partes1: la presente, en la que describimos muy sintéticamente las características báicas del modelo de empresa construido en torno al criterio mencionado, y dos posteriores, que se publicarán en breve en este mismo medio: la segunda, centrada en las consecuencias que tanto a nivel micro como macro ha producido, y la tercera, finalmente, en la posibilidad de modelos empresariales alternativos, más coherentes con una forma consistente de entender la RSE.
1. El modelo de empresa característico del neoliberalismo
Una de las bases en las que se asienta el imaginario del capitalismo neoliberal es la doctrina de la soberanía del accionista: la empresa es una iniciativa esencialmente de los accionistas y la maximización de la riqueza de éstos debe ser el objetivo. Una construcción social que estructura la red de creencias que dan forma a los discursos, los objetivos y las prácticas empresariales, integradas en una lógica de fuerte coherencia interna, pero que genera tensiones y contradicciones profundas en la realidad. Observar esas tensiones permite identificar argumentos que cuestionan el modelo y que justifican el debate sobre su oportunidad, además de contribuir a que otros paradigmas sobre la empresa y su funcionamiento puedan ser concebidos y practicados.
Desde tal propósito, en esta nota se pretende sintetizar las características básicas y las principales implicaciones de este modelo de empresa, que es el prototípico del neoliberalismo: el habitualmente denominado “financiero” o “accionarial”. Un modelo que no sólo es producto de la llamada revolución neoliberal, sino también uno de sus elementos definidores y uno de los pilares sustentadores de su armazón teórico. Esencial, por tanto, para su correcta comprensión.
Se trata de un modelo que, primero en Estados Unidos y paulatinamente en todo el mundo (aunque no con la misma intensidad), se fue imponiendo con rapidez desde mediados de los años 80 -impulsado por una fortísima ofensiva académica-, extendiendo un tipo de empresa sustancialmente diferente a los preexistentes, cada vez más orientado al accionista y a su retribución. Una imposición condicionada decisivamente por el peso creciente que han adquirido los mercados y criterios financieros en la gestión empresarial (una de las vertientes de la llamada “financiarización” de la economía), y muy especialmente la reafirmación de los mercados de capitales como asignadores básicos de los recursos financieros y controladores de la gestión, beneficiando a las empresas mejor adaptadas a sus criterios. Un proceso -no debería olvidarse- en el que ha desempeñado un papel crucial la voluntad política.
2. Elementos básicos del modelo
En el marco de los cambios que impulsaron la revolución neoliberal, se consolida también el tipo de gran empresa que mejor se adecúa a las características del nuevo sistema. Un arquetipo teórico, pero de extraordinaria potencia emblemática, en la medida en que ha venido constituyendo el mantra defendido como el fundamento de la buena empresa y el horizonte al que deben tender la gestión y el gobierno empresariales2.
A. La prioridad de los accionistas
La primera característica es la prioridad de los propietarios (accionistas) en la conceptualización y en la orientación de la empresa. La empresa es entendida eminentemente como una simple sociedad mercantil: una asociación de capitales financieros. Una asociación, por tanto, en la que los derechos de administración y apropiación del beneficio corresponden a esos propietarios, como emanación lógica de los derechos de la propiedad privada, sobre cuya prioridad indiscutible se erige esta concepción de la empresa: los propietarios del capital tienen el derecho exclusivo de usar, modificar, vender y apropiarse de los rendimientos de la parte de la empresa que les corresponda según su participación accionarial. Y la misión de la empresa no puede ser otra que la maximización del rendimiento de los accionistas.
B. La empresa como nexo de contratos
La empresa se entiende, así, como una red de contratos: como una construcción eminentemente legal. Con la característica adicional de que todos -contra toda evidencia- se consideran contratos explícitos (formales) y -con una sola excepción- completos3: es decir, contemplan y cubren plenamente todas las vicisitudes que pueden afectar a las partes contratantes, garantizando siempre los problemas que puedan derivarse de un mal cumplimiento o una ruptura del contrato. Subyace a esta idealización la suposición de que la relación entre propietarios y restantes partícipes es esencialmente justa, siempre que los contratos se firmen en condiciones de libertad y voluntariedad entre las partes. En esta situación, la relación entre todas las partes implicadas es voluntaria y libre y, por tanto, en ella debe intervenir lo menos posible el Estado, salvo para facilitar la realización de los contratos y proteger los derechos de cada parte en caso de incumplimiento.
La única excepción contractual -o para algunos autores, la más significativa- es la de los propios accionistas entre sí. Al revés de todos los restantes, sus contratos son inevitable y radicalmente incompletos: especialmente, no pueden cubrir los riesgos de quiebra o insolvencia y sólo ellos no prevén una remuneración fijada ex ante. Algo que contribuye decisivamente a la excepcionalidad del papel de los accionistas en la empresa.
C. Una empresa gobernada por los accionistas
De esa concepción deriva un modelo de gobierno corporativo en el que son los accionistas los que tienen todos los derechos de gobierno y control (soberanía del accionista), que se considera el único económicamente razonable4 y que se interpreta como el instrumento por el que los propietarios controlan la actuación de los directivos, con la finalidad esencial de mitigar los llamados “problemas de agencia” (los derivados de que los directivos -los agentes- puedan actuar en beneficio propio y no del propietario -el principal-). Un control que los accionistas ejercen a través de órganos de gobierno abrumadoramente dominados por sus representantes y que se consigue -aparte del control ejercido por los mercados de capitales- alineando los intereses de los directivos con los de los accionistas: fortaleciendo la retribución variable en función de los resultados y del valor de la acción y pagando una parte cada vez mayor de esta retribución con acciones o con opciones sobre acciones.
D. Un sistema de gobierno justo
Aparte de la justificación moral derivada de los derechos de propiedad, una abundantísima literatura académica ha tratado de justificar en términos económicos este sistema de gobierno. Fundamentalmente, en base a diferentes argumentos:
Son los accionistas los que aportan el elemento que se considera fundamental para la constitución de la empresa: el capital social.
Son los accionistas quienes asumen exclusivamente los riesgos residuales (los derivados del posible fracaso del proyecto empresarial).
Son los accionistas quienes realizan exclusivamente inversiones específicas en la empresa (las que se destinan específicamente a la empresa y no pueden recuperarse en su totalidad).
Son los accionistas los únicos participantes en la empresa que no tienen formalizados contratos completos por su participación. De esa imperfección contractual (incompletitud) derivan riesgos también incontractualizables (entre otros, la cobertura de los riesgos residuales y de las inversiones específicas).
El gobierno accionarial minimiza los costes de transacción (maximiza la eficiencia empresarial), porque es el que mejor incentiva y protege las inversiones específicas de los accionistas, que son las esenciales en la vida de la empresa.
Los derechos de gobierno, de control y de acceso exclusivo al beneficio serían el mecanismo de compensación de las inversiones específicas, de los riesgos residuales y de la insuficiencia de los contratos.
E. La maximización del valor de la acción
La finalidad de maximización del beneficio de los accionistas se interpreta de forma inmediatista: como maximización del valor de la acción. Ése es el criterio esencial del óptimo comportamiento de la empresa: un criterio pretendidamente nítido, sencillo y objetivo para facilitar el control de los directivos por parte de los accionistas.
Un criterio, además, que comportaría el óptimo funcionamiento de la empresa y, por tanto, el mejor escenario posible para los restantes partícipes. Ello es así porque la maximización del valor accionarial implica la mejor asignación posible de los recursos en la empresa, la máxima eficiencia posible, y con ello, la óptima aportación económica que la empresa puede hacer a todos sus partícipes y a la sociedad. Algo que se fundamenta en el cumplimiento de las hipótesis de la competencia perfecta de la microeconomía neoclásica-marginalista, que posibilitan el óptimo social cuando todos los partícipes en la empresa persiguen su máximo beneficio de forma racional y que permiten que el precio de la acción refleje en cada momento toda la información relevante sobre la empresa: tanto sobre su situación presente como sobre las perspectivas de futuro. Hipótesis cuya manifiesta falta de realismo hace difícil desechar la sospecha de que toda la argumentación pretendidamente científica construida sobre ella pueda no ser más que una justificación ideológica de un modelo de empresa defendido no sólo por razones de eficiencia.
F. La pulsión hacia beneficios extraordinarios
Pero en este modelo hay una excepción a la microeconomía neoclásica: la necesidad que implica el objetivo de maximización del valor de la acción de que la empresa persiga ineludiblemente un beneficio extraordinario (superior a la rentabilidad del capital exigida por el mercado -el coste de oportunidad-): muy especialmente, con la consolidación del EVA como criterio de gestión. Lo que implica -aunque no se reconozca por los defensores del modelo- que es un beneficio que se consigue a costa de la retribución normal del mercado de algún otro agente productivo.
Estamos, así, ante un tipo de empresa tensionada permanentemente para forzar el mercado y superar a la competencia a través de beneficios extraordinarios. Algo que, aunque posible para algunas empresas en algunos momentos, es incoherente a nivel general con los presupuestos teóricos en que pretende basarse la argumentación: las hipótesis de competencia perfecta que justificarían la optimalidad social de este modelo de empresa son incompatibles con beneficios extraordinarios, sólo posibles por imperfecciones en los mercados que impiden la máxima eficiencia a nivel general. Parece inevitable, muy al contrario, que la persecución de este tipo de beneficios genere en el conjunto del sistema una dinámica claramente distorsionadora, de desequilibrio creciente. La incongruencia interna del modelo parece, así, difícilmente cuestionable: sus implicaciones prácticas contradicen sus postulados teóricos y su pretendida optimalidad social.
En todo caso, la búsqueda de beneficios extraordinarios es inherente al modelo: por los incentivos de los directivos a intensificar los resultados a corto plazo para maximizar su retribución y por la cada vez mayor dependencia de la gran empresa (sobre todo, la cotizada) de los mercados financieros y de capitales (y de los inversores institucionales), muy frecuentemente cortoplacistas en sus inversiones y que intensifican en las empresas la tendencia a forzar los resultados a corto plazo.
3. Un modelo teórico discutible
Al margen de las consecuencias prácticas de este modelo de empresa, su justificación teórica es considerada por un número cada vez mayor de expertos como un ejercicio especulativo difícilmente aceptable. Los contra-argumentos básicos son los siguientes:
A. Esencialidad del capital social
Frente a la concepción de la empresa como una pura agrupación de capitales económicos, crece la idea de que la empresa es algo mucho más complejo: una institución colectiva formada no sólo por capital accionarial, sino también por otros capitales de diferente índole: humano, natural, intelectual y cognoscitivo, relacional, organizativo y estratégico, entre otros. De todos esos capitales no son propietarios exclusivos los accionistas, sino que pertenecen a quienes los aportan a la empresa: directivos, trabajadores, determinados proveedores y clientes, comunidades locales donde la empresa opera y administraciones públicas, entre otros. Sus aportaciones son esenciales, por lo que dichos grupos y entidades no sólo deben considerarse partes interesada en la marcha de las empresas, sino también propietarios en cierta medida. O, cuando menos, depositarios de derechos de gobierno. Un gobierno, por eso, que no puede recaer sólo en los propietarios del capital financiero.
B. Riesgos residuales
Muy discutible es también que sean los accionistas los únicos que asumen en la empresa riesgos residuales. Otros colectivos (los mencionados antes) pueden verse enfrentados a riesgos económicos ante situaciones de crisis del proyecto empresarial que en muchos casos pueden no ser menores. Únicamente no se verían sometidos a este tipo de riesgos si los contratos que les vinculan a la empresa fueran completos y si, en consecuencia, estuvieran remunerados a su coste de oportunidad. Cuestiones ambas absolutamente irreales.
Por otra parte, la asunción de riesgos residuales por parte de los accionistas es cada vez menor, a medida que los mercados financieros posibilitan una creciente negociabilidad y liquidez del capital aportado, que confieren a los accionistas una capacidad de salida (y, por tanto, de reducción del riesgo) probablemente muy superior a la de otros partícipes.
C. Inversiones específicas
Tampoco parece razonable sostener que sean los accionistas los únicos que realizan inversiones específicas en la empresa. Al contrario, también se realizan por muchos otros agentes: por directivos y empleados que han dedicado buena parte de su vida profesional a la empresa, generando un capital humano utilizable a pleno rendimiento sólo en ella; por proveedores estratégicos que han desarrollado líneas de producción especialmente dirigidas al aprovisionamiento de la empresa; por clientes que dependen en su operativa de los insumos de la empresa; o incluso por administraciones y comunidades locales que han invertido en (o cedido) recursos básicos (subvenciones, deducciones fiscales, terrenos, infraestructuras, entre otros) especialmente dirigidos a la actividad de la empresa.
D. Incompletitud de los contratos
Más inverosímil parece todavía la excepcionalidad de los contratos de los accionistas. Difícilmente se pueden encontrar contratos que -además de ser firmados en condiciones de perfecta libertad, igualdad y justicia- cubran plenamente todas las incidencias posibles y, en esa medida, agoten jurídicamente el contenido de la relación. E igualmente parece innegable que la posición de la que parten los diferentes partícipes, sus condiciones previas y la asimetría de información y poder afectan decisivamente a la equidad contractual. En este sentido, la imperfección de los contratos es la norma y no la excepción. Una norma, además, en la que los contratos son cada vez menos explícitos, más relacionales e informales, y que se extienden a colectivos con fronteras menos definidas.
E. Costes de transacción
Finalmente, también es muy cuestionable el argumento de que el gobierno accionarial minimiza los costes de transacción, porque se basa a la postre en la excepcionalidad del capital aportado por los accionistas, que no es en absoluto evidente.
En definitiva, argumentos que permiten, cuando menos, cuestionar los principios que estructuran las prácticas de la institución empresarial e invitan a reconocer señales de cambio. Y aunque los principios dominantes tienden a la conservación para garantizar la continuidad de la institución y sus fuentes de poder, es notoria la creciente difusión de formatos empresariales que, por ejemplo, nacen trascendiendo la lógica centrada en la misión económica de la organización para poner su razón de ser en dimensiones centrales de la reproducción social, como es el cuidado (tal y como veremos en el tercer artículo de esta serie). Tal movimiento evidencia que nos encontramos en ese momento de la evolución de una institución que se encuentra marcado por la pugna entre lógicas diferentes que buscan pulsos de legitimidad, por la tensión entre el determinismo institucional y la acción divergente de los actores implicados, por el riesgo de asimilación de los nuevos principios por las reglas del juego dominante… En fin, un momento fértil para la discusión y el debate acerca del qué, del porqué y del para qué de la institución, cabría argumentar, más dominante de nuestras vidas.
Continúa.
1Una primera versión de este texto se preparó para la ponencia presentada por los autores en las I Jornadas del Foro de Economía Progresista, Madrid, 20 y 21 de octubre de 2016. Aquí se presenta sin bibliografía.
2Debe destacarse que no hay un consenso absoluto en torno al modelo empresarial óptimo entre los teóricos de la línea neoliberal. Las características señaladas a continuación suponen una estilización del modelo en su versión más radical, pero no son compartidas unánimente por la corriente.
3Algo que no aceptan todos los autores de esta corriente, que diferencian en el grado de incompletitud de los diferentes contratos.
4“El fin de la historia” en materia de gobierno empresarial, según el artículo canónico de Hansmann, H., y Kraakman, R. (2001), “The End of History for Corporate Law”, Georgetown Law Journal, 89(2), 439.
(*) Artículo redactado en colaboración con Amparo Merino (Universidad Pontificia de Comillas-ICADE) y
publicado previamente en Diario Responsable
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