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Erase una vez una chica.

Ella vivía en un lugar tranquilo, con sus aficiones tranquilas y sus costumbres sanas.

Al parecer, esta chica ignoraba por completo la maldad como experiencia propia. Era muy poco consciente de cómo iba eso de hacer daño intencionadamente.

Un día, salió a su jardín delantero, el cuál cuidaba, y se encontró algo fuera de lo común: Alguien había escrito cosas horribles sobre las flores que cultivaba y las había estacado, a modo de carteles, en la hierba sin ningún motivo aparente.

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Experimentó muchas sensaciones a la vez: primero, lloró amargamente por las cosas feas que leía y por la hierba que se había estropeado; después, experimentó el miedo, porque se preguntaba si esto era sólo el principio de las ofensas que podían dirigirle anónimamente. Mientras estaba asustada, vio salir a dos de sus vecinos, que reían mientras observaban. Ella, automáticamente se dio cuenta de que esas dos personas mezquinas eran las que habían destrozado su hermoso jardín. Fue entonces cuando experimentó la ira y la sed de venganza.

Pasó toda la noche preparando un plan horrible que dejase los huertos y macetas de esos dos indeseables tan malvados tan mal como fuese posible. Cuando comenzó a salir el sol, cogió un cubo con productos químicos y se dirigió a los jardines correspondientes. No fue capaz de darse cuenta de que, en realidad, esta reacción no era propia de su forma de ser, no era saludable.

Caminó por la acera y justo al llegar al jardín, descubrió algo:

No había nada que destrozar. Las plantas que en esas tierras un día crecieron, estaban marchitas y secas, marrones y sin vida. Era una imagen apoteósica. Se preguntó cómo habían llegado a alcanzar un aspecto tan mortecino. Su inteligencia hiló un par de ideas y todo encajó.

La chica dejó pegada en la puerta de los dueños de ese jardín la siguiente nota:

Queridos vecinos:

A causa de lo que ayer encontré, me disponía a devolveros la jugada. Para mi sorpresa, me he dado cuenta de que no tengo nada que destrozaros. He vuelto la vista para observar los colores verdes, rosas y amarillos que hay plantados en mi césped y he recordado que esta mañana no he regado. ¿Sabéis por qué? Estaba ocupada preparando una venganza. Me pregunto si vosotros arruinasteis vuestro jardín cuando comenzasteis a planear cómo fastidiar el mío. Tal vez no recordasteis regar, como me ha sucedido a mí.

En vez de pagaros con la misma moneda, he decidido dejar bajo vuestro felpudo unas cuantas semillas de margaritas, rosas y hierbabuena, para que podáis plantar vuestro propio cultivo de nuevo y así no sintáis ganas de arruinar el mío. ¿Os imagináis qué bonito quedaría si toda nuestra calle estuviese repleta de olores y colores?

Estoy en la parcela de al lado, por si necesitáis consejo para cuidar vuestras plantas. Voy a cuidar y regar las mías, porque me parece que eso me hará mucho más feliz.

Que tengáis suerte.

Tal vez durante los días siguientes, sus arrepentidos vecinos llamaron a su timbre preguntando si sería tan amable de prestarles una regadera, o tal vez ni siquiera obtuvo una disculpa, pero en cuestión de un mes, sus flores estaban muchísimo más lindas de lo que nunca estuvieron y los brotes verdes de la casa contigua adornaban la calle con su frescura.

Anaís Fons

para Nittúa

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