2015 está ya muy cerca. Y con él, la fecha de finalización del plazo fijado por Naciones Unidas para el vencimiento de los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), propuestos en la Cumbre del Milenio del 2000. Objetivos que, al margen de su ya seguro insuficiente cumplimiento general, sólo constituían un pequeño paso en el inevitablemente largo esfuerzo de erradicación de la pobreza y el subdesarrollo para el que se plantearon. Por eso, 2015 supondrá no sólo el fin de una etapa, sino el comienzo de otra: la marcada por nuevos objetivos, que deberán prolongar y mejorar los logros de la anterior, así como corregir sus más evidentes errores y carencias. La etapa que ha dado en denominarse “agenda de desarrollo post-2015”.
Poco cabe dudar de la importancia de los objetivos, indicadores y metodología general de esta agenda: de ella dependerá en buena medida no sólo la orientación de la cooperación oficial al desarrollo, sino también la forma en que la humanidad encare algunos de sus desafíos más acuciantes: pobreza, exclusión, desempleo, desigualdad, situación de la infancia y papel de la mujer en el mundo pobre, sostenibilidad ambiental y cambio climático, forma de entender el desarrollo y prioridades para su logro, papel de los Estados, de las empresas y de la sociedad civil en la lucha contra el subdesarrollo… y un muy largo etcétera [1].
Pero no debería olvidarse que en todo ello están en juego también aspectos esenciales para el porvenir de las empresas. Y muy especialmente de las grandes empresas transnacionales, cuyo futuro, modelos de negocio, cuentas de resultados y márgenes de rentabilidad pueden verse muy condicionados por el perfil final que adquiera la nueva agenda de desarrollo. Algo que han advertido con toda claridad muchas de las principales mayores transnacionales: si su preocupación e involucración fueron, en general, muy reducidas en el proceso de concreción de los ODM iniciales, la situación ha cambiado ahora de forma radical. Hasta el punto de que muchas consideran la nueva agenda una oportunidad histórica para desarrollar cambios imprescindibles y nuevos modelos de negocio, pero también para consolidar su capacidad de influencia y de condicionamiento. En ello se centra un muy oportuno documento que acaba de publicar en España la Plataforma 2015 y más (L. Pingeot, La influencia empresarial en el proceso post-2015, Madrid, 2014), que examina pormenorizadamente la identidad de las empresas y plataformas empresariales más activas en el proceso de debate sobre el contenido de la agenda y sus planteamientos esenciales, así como los riesgos que para la sociedad y para el propio desarrollo puede suponer este activismo empresarial.
Sin duda, la participación de las grandes empresas en el debate es necesaria y conveniente, y deben apreciarse aspectos positivos en esa preocupación. Una preocupación que los defensores de la responsabilidad social empresarial (RSE en adelante) deberían, en principio, saludar con alborozo, en cuanto que refleja, al menos en principio, la voluntad de la gran empresa por colaborar en el diseño de la lucha contra la pobreza y el subdesarrollo. Es lo que, desde muchos puntos de vista, la sociedad viene reclamando de ella reiteradamente. Cierto: pero tan preocupante -o más-que la despreocupación puede ser una preocupación excesivamente interesada. Y si no parece saludable una desmedida obsesión en la filosofía de la sospecha, quizás tampoco resulte sensato, a la vista de la experiencia, presuponer en la gran empresa sólo inquietudes altruistas por el futuro de la humanidad. Como en tantos otros aspectos de la vida, estamos ante una cuestión cargada de ambivalencias.
Convendría recordar, en este sentido, aunque no se comparta su posicionamiento ideológico, la lúcida recomendación de un ilustre economista liberal, W. J. Baumol, que ya en 1991 -y desde una actitud muy reticente frente al entonces incipiente discurso de la RSE- prevenía contra la aceptación acrítica de la intención de las empresas “… de influir en el curso social y político de los acontecimientos “, porque puede acabar conduciendo a un “… poder de interferencia sobre nuestras vidas … con seguridad intolerable y que constituiría una amenaza bastante clara para la democracia”. Una advertencia que puede no resultar desaconsejable atender a quienes preocupa el irrefrenable poder que están alcanzando en nuestro tiempo las mayores empresas transnacionales. Porque, como el propio Baumol añadía, “un aumento del poder de las corporaciones es, probablemente, la última cosa que querrían aquellos que reclaman una mayor responsabilidad de éstas”[2].
Se trata de riesgos en absoluto inverosímiles en el tema que nos ocupa, en el que la participación de las grandes empresas -complementada con las facilidades que Naciones Unidas y muchos gobiernos están concediendo a la acogida de sus planteamientos- puede conducir a sesgos preocupantes en la configuración de la agenda de desarrollo. Nada mejor para apreciarlos que atender a los que Lou Pingeot -en el documento citado- considera los elementos clave en dichos planteamientos:
Son aspectos todos que adquieren una mayor gravedad a la vista de la forma en que se viene materializando la participación empresarial en el debate sobre la agenda post-2015: con notable falta de transparencia acerca de los criterios de participación empresarial en el proceso, con un peso abrumador de las muy grandes empresas (la intervención de las pymes es prácticamente inexistente), con fuerte protagonismo de pocas empresas (muy prioritariamente de Estados Unidos, Canadá y la Europa desarrollada[3]) y con una presencia desproporcionada de ciertos sectores (particularmente acusada en el caso de los sectores extractivo y energético). Circunstancias que parecen apuntar a que buena parte de las empresas que participan lo hacen porque consideran que sus modelos de negocio pueden estar especialmente afectados por la dirección en que se concrete la nueva agenda de desarrollo. Algo, a su vez, que en algunos casos puede suponer una inocultable intención de frenar o distorsionar todo lo posible aquellos aspectos que las puedan resultar más negativos (como, por ejemplo, la finalidad de impulsar con seriedad la sostenibilidad ambiental, de luchar contra el cambio climático o de mitigar la mercantilización del desarrollo).
Por eso, no está demás insistir en los peligros que una excesiva influencia empresarial -y más si lo es sólo de ciertas empresas- en el proceso post-2015 puede implicar cara a la construcción de un desarrollo más equilibrado y democrático. Porque esa influencia puede conducir a distorsiones interesadas en su concreción -favorables quizás para determinadas corporaciones, pero muy negativas con carácter general para la humanidad-, a una probable intensificación del ya desmedido poder de las mayores empresas transnacionales y a un debilitamiento de la capacidad de control y exigencia frente a ellas de administraciones públicas, organismos internacionales y sociedad civil. Al tiempo que, por supuesto, puede dificultar muy significativamente la pretensión de conseguir que la nueva agenda de desarrollo afronte en profundidad algunas de las malformaciones más evidentes del modelo de desarrollo imperante, asumiendo realmente el papel de programa de transformación estructural capaz de impulsar hacia un orden económico mundial más justo y sostenible.
Aunque el proceso de concreción de la nueva agenda de desarrollo está ya muy avanzado y aunque no se trate en absoluto de rechazar la participación empresarial en él, todavía hay tiempo para que las organizaciones sociales que en él intervienen, Naciones Unidas y restantes organismos internaciones participantes y los gobiernos que se consideren democráticos traten de mitigar todo lo posible la materialización de esos peligros. Está en juego el futuro.
(*) Artículo publicado inicialmente en Ágora.
[1] La literatura al respecto es casi inabarcable. Permítanme recomendar un documento de la organización a la que pertenezco: Economistas sin Fronteras, Dossieres EsF, nº 11, “La agenda de desarrollo post-2015: ¿más de lo mismo o el principio..., Madrid, septiembre de 2013
[2] W. J. Baumol y S. A. Batey Blackman, Perfect markets and easy virtue: business ethics and the invisible hand, 1991. Hay traducción al castellano: Mercados perfectos y virtud natural, Colegio de Economistas de Madrid-Celeste Ediciones, Madrid, 1993.
[3] Y con muy escasa participación de empresas españolas.
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