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LA PECULIAR ÉTICA DE LA INDUSTRIA FARMACÉUTICA: A PROPÓSITO DE UN LIBRO ATERRADOR (*)

Aunque en el sector farmacéutico opera un gran número de empresas, constituye un caso claro de oligopolio, con fuerte concentración en torno a las mayores corporaciones, que disponen de un poder de mercado determinante (también, por supuesto, en España). Una situación en la que -como prescribe la Teoría Económica- esas grandes firmas compiten duramente entre sí, pero pueden también condicionar severamente el funcionamiento del mercado y llegar a acuerdos -explícitos o no- en torno al volumen de producción, a los productos, a los precios, al fomento del incremento de la demanda y al máximo beneficio conjunto posible. Algo, todo ello, que suele resultar muy poco positivo para el consumidor.

Esto, desde luego, no es nada específico del sector en cuestión.  Pero sí lo es el grado en el que sus productos influyen en la calidad de vida de sus consumidores (que somos todos), en los procedimientos que utiliza para su producción y en cómo consigue  impulsar la demanda de dichos productos, generando distorsiones de una gravedad sin duda diferencial.

 No es una cuestión desconocida: muchos expertos vienen insistiendo en esta situación ya desde hace años, y a veces con tintes inequívocamente dramáticos (como la  imprescindible obra de J. Braithwaite Corporate Crime in the Pharmaceutical  Industry, 1984, o, desde otra perspectiva, la estupenda novela de John Le Carré  El jardinero fiel, 2001, llevada posteriormente al cine). Pero la intensidad creciente de los problemas que la actuación del sector provoca parece estar despertando un renovado interés en la actualidad, del que son buena muestra los recientes libros de los psiquiatras Ben Goldacre  (Mala farma ,Paidós, 2013) y Allen Frances (¿Somos todos enfermos mentales?, Ariel, 2014 )  y, sobre todo, la obra del médico danés  Peter C. Gøtzsche  Medicamentos que matan y crimen organizado (Los libros del Lince, 2014), Director y fundador del Nordic Cochrane Center y catedrático de Diseño e Investigaciones Clínicas en la Universidad de Copenhague.

El panorama que describe el libro de Gøtzsche resulta verdaderamente espeluznante: tanto que puede parecer exagerado para quienes -como quien escribe estas líneas- desconocen los entresijos del sector. Pero los diferentes -y muy prestigiosos- prologuistas de la obra, la trayectoria profesional del autor, las numerosas referencias que lo avalan y la solidísima documentación que aporta parece que refrendan cumplidamente su veracidad. 

En estrecho paralelismo con la industria tabaquera, pero con una estrategia mucho más refinada y con efectos generales sustancialmente mayores, las grandes empresas farmacéuticas -sostiene el autor- se han convertido en una gigantesca maquinaria de manipulación y de corrupción capaz de condicionar sistemáticamente los comportamientos  de todos los agentes con los que interactúa (consumidores, médicos, científicos, reguladores, revistas de medicina…) para que colaboren en sus objetivos de incrementar todo lo posible el precio y el  consumo de sus productos, sin parar en barras en los efectos que ello puede provocar. El resultado,  es un consumo pantagruélico de medicamentos que, por su exceso desmedido, por su inadecuación frecuente, su artificiosidad (la mayoría de los nuevos medicamentos son simple imitación) y por la ocultación permanente de sus consecuencias negativas  se ha convertido -siempre según el autor- en una inclemente epidemia, de efectos  trágicamente letales (aparte de los desbordantes costes privados y públicos que comporta). Hasta el punto de que,  en los países desarrollados,  “los medicamentos son la tercera causa de muerte, después de las cardiopatías y el cáncer” (p.  26). Una mortalidad impulsada a base de mentiras y manipulaciones de todo tipo, que en modo alguno debe considerarse -como los apologetas de la industria con frecuencia aducen- producto de malas prácticas excepcionales ni de disfuncionalidades ni de manzanas particularmente podridas, sino el resultado lógico e inevitable de un sistema planificado, dirigido y gestionado con toda precisión y premeditación. Tanto es así que  -en una metáfora que no es nueva- no duda Gøtzsche en asimilar el oligopolio dominante en el sector con la mafia, en una comparación en la que esta última no sale malparada: “la mafia no mata a demasiadas personas si la comparamos con lo que la industria farmacéutica hace conscientemente” (p. 401).

El libro -de fácil lectura pese a su extensión (casi 450 apretadas páginas) y abrumadora abundancia de referencias-  constituye una pormenorizada -y a veces, reiterativa- descripción de los vericuetos por los que se expande esa pandemia: publicidad, marketing de ética infumable (visitadores médicos, incentivos de todo tipo para las recetas…), ensayos clínicos manipulados, artículos escritos por mercenarios (a los que con frecuencia prestan su nombre científicos reputados), falta de transparencia o simple engaño en los efectos de los medicamentos y en el proceso de su garantía científica, conflictos de intereses generalizados en muchos ámbitos relacionados con la industria,  influencia irrefrenable en los organismos reguladores (“la industria farmacéutica ha conseguido ser el principal actor de su propia regulación”, dice el profesor Laporte en la presentación a la edición española del libro), en las revistas médicas (a través de la publicidad), en las asociaciones médicas y de pacientes (muchas veces patrocinadas y mantenidas por la industria), en los médicos (a través de corruptelas, regalos, ayudas a la investigación, sobornos y contrataciones), en las guías clínicas y de medicamentos (muchas veces elaboradas bajo la dirección oculta de la industria), en la universidad, en el periodismo especializado… Comprando siempre,  de forma más o menos sofisticada, a quien haga falta. Y si es preciso, incluso pagando multas por vulneraciones legales, que se asumen como simples costes operativos y que resultan mucho más económicas que enmendar las malas prácticas.

Del libro emerge, en definitiva, el perfil de una industria dominada por un grupo de grandes empresas execrables que han corrompido estructuralmente el sistema de salud de muchos países para fomentar artificialmente el sobreconsumo de medicamentos, exagerando o mistificando sus supuestos beneficios y ocultando o negando sus inconvenientes. Un perfil en el que, como en tantos otros casos, se han ido acentuando sus rasgos más negativos con la “creciente permisividad” reguladora que se intensifica desde la década de los ochenta (p. 53).

Sin duda, mucho de todo esto se intuía (y supongo que se conocía) en muchos sectores. Pero la forma en la que el libro lo revela supone un choque realmente sobrecogedor, que obliga a plantearse preguntas para las que la obra no deja margen al optimismo: ¿en manos de quiénes está nuestra salud?; ¿hay algún estamento en el sistema sanitario que se libre de esa ponzoña que nos envenena?; ¿en quién confiar cuando más necesitados de apoyo estamos?

Es un panorama, de otro lado, que puede verse seriamente agravado por los procesos de privatización de la sanidad, que facilitan la actuación de las grandes empresas y fortalecen sus beneficios. Como el propio autor asevera, “la idea de que la sanidad pública y la industria farmacéutica tienen objetivos comunes ha sido generada por la palabrería de los equipos de marketing” (p. 373), en tanto que los datos de la realidad “… dejan bien a las claras que el capitalismo y la privatización tienen un gran impacto negativo en la sanidad pública…” (381).  

Pero además, el paisaje que el libro dibuja constituye probablemente una lúcida parábola de un problema más general: una parábola del funcionamiento de todos los sectores productivos dominados por grandes empresas (¿y cuál no lo está?). Les recomiendo, en este sentido, que hagan un ejercicio parecido al que hace Gøtzsche en el capítulo 3 del libro: cruzar en Google la expresión “malas prácticas” (él utiliza “fraude”) con el nombre de las diez mayores empresas de cualquier sector (electricidad/energía, petróleo, alimentación, construcción, banca, seguros…). ¿Cabe esperar en alguno un panorama significativamente mejor? Hagan la prueba.

Una parábola probablemente límite, pero que no deja de ser didáctica: el sector del que más necesitamos cuando nuestra situación es más precaria, del que depende más directamente nuestra salud e incluso nuestra vida, resulta ser el más cruel: un sector que actúa sin miramientos en la búsqueda de ganancia y que no duda en generar enfermedad y muerte para maximizarla. Cuanto mayor es nuestra dependencia, mayor nuestra debilidad y mayor su fuerza; mayor su capacidad de explotación y mayor nuestra alienación, como diría el clásico. 

Pero es también una parábola dura y sin concesiones de la escasa eficacia de las recomendaciones éticas y de responsabilidad empresarial voluntaria frente a los problemas verdaderamente serios que la gran empresa generalizadamente provoca.  Es quizás  el alarde de esas virtudes, de las que -como no podía dejar de ser- también presumen las principales empresas del sector,  lo que más escandaliza al autor. Como concluye en el último párrafo del libro,  “¡Qué grado de ironía se da en los más altos niveles de la industria farmacéutica! Hablar de códigos de conducta, normas estrictas y directrices como la panacea para la industria más nociva que existe, con empresas que cometen delitos día tras día y que incumplen la ley con tanta frecuencia como para ser consideradas un miembro más del crimen organizado y que son las causantes de la muerte de tanta y tanta gente inocente, es ridículo” (p. 432).

¿Soluciones? El propio  Gøtzsche las apunta (aunque de forma muy poco concreta): “el ánimo de lucro es un modelo equivocado” para los sectores farmacéutico y de la salud (p. 384); “el control que ejerce la economía de mercado en el ejercicio de la medicina  no cubre demasiado bien las necesidades de los pacientes y resulta incompatible con la ética que debe regir la profesión” (p. 385). En esta línea, y al margen de planteamientos radicales de viabilidad improbable, la solución no puede estar más que en la vieja receta de controlar mediante intervenciones públicas las distorsiones que el dominio del mercado por grandes empresas inevitablemente genera: regulación firme, supervisión severa que exija el cumplimiento efectivo de la ley, castigos duros para los incumplimientos, sistemas de incentivos diferentes, defensa de una competencia equilibrada, frenando el poder de mercado de las grandes empresas, protección de los derechos del consumidor, transparencia ( no sólo en la rendición de cuentas),penalización de los conflictos de interés que provoquen problemas a terceros, independencia de las instancias reguladoras, garantía de cobertura básica de las necesidades esenciales… Todas esas viejas ideas de las que frecuentemente no se habla o se habla a medias cuando se habla de responsabilidad social empresarial, pero que, cada día más, parecen imprescindibles para mitigar los comportamientos socialmente nocivos de las grandes empresas.

Algo que es muy conveniente complementar con una recomendación adicional para el ámbito de los comportamientos personales: reducir la dependencia en el consumo de las grandes empresas. Lo que en el caso que nos ocupa se traduce en un viejo y sabio consejo que con demasiada frecuencia olvidamos: “a menos que sea absolutamente indispensable tomar un fármaco, no lo tomemos” (p. 379).

(*) Artículo publicado originalmente en Ágora.

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Comentario por José Ángel Moreno Izquierdo el abril 5, 2015 a las 5:19pm

Muchas gracias, María José. Es muy estimulante comprobar que de cuando en cuando alguien lee los pobres textos que uno escribe y que incluso comparte opiniones.

Comentario por Mª José Ferré Andrés el marzo 30, 2015 a las 5:05pm
Una critica más que real sobre la gran maquinaria farmacéutica, me ha encantado

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