La reciente publicación de dos circulares de la CNMV sobre retribución de los consejos de administración y sobre el informe anual de gobierno corporativo de las empresas cotizadas (25/6/13), así como la también cercana creación de una comisión de expertos para estudiar posibles mejoras del Código Unificado de Buen Gobierno, vuelve a poner en candelero en nuestro país la nunca bien resuelta problemática del funcionamiento de los sistemas de gobierno corporativo. Una cuestión probablemente esotérica para la opinión pública, pero que tiene una importancia difícilmente cuestionable: en estos sistemas (y particularmente en su núcleo duro: los consejos de administración) radica la esencia del poder empresarial y, por lo tanto, uno de los pilares del orden establecido.
Por eso, quienes discrepan de las presuntas bondades de este orden no deberían desatender los cambios normativos en curso, por complejos y exageradamente detallistas que puedan parecer (no se olvide: en los detalles habita con harta frecuencia el diablo). Aunque pocas dudas pueden caber de la reducida significación de los cambios que se proponen, todo lo que afecta a los máximos órganos del gobierno empresarial (y sobre todo, claro, de las grandes empresas) resulta decisivo no sólo para la actividad de las empresas, sino también para poder avanzar hacia sociedades más justas, menos desiguales y más democráticas: porque de cómo se conforme el gobierno de las empresas depende en buena medida la posibilidad de construir empresas más responsables (o, si quieren, menos irresponsables) y más participativas (o menos autocráticas). Y esto, a su vez, es algo que a muchos nos parece indispensable para profundizar en el frágil nivel de democracia de las sociedades de capitalismo avanzado. Un nivel que no depende sólo de la celebración periódica de rituales electorales, sino también de conseguir inseminar dinámicas democráticas en ámbitos de poder tan decisivo. Porque es en la abrumadora concentración de poder que en las grandes empresas se acumula donde residen los mayores peligros para la democracia. Y sólo se mitigarán esos peligros en la medida en que la sociedad sea capaz de socavar paulatinamente (introduciendo procedimientos democráticos en su funcionamiento) esa desbordante influencia.
De eso, en definitiva, es de lo que se trata: nada baladí ni exclusivamente técnico. Antes bien, una cuestión eminentemente política que debiera estar en la agenda de preocupaciones prioritarias de la izquierda. Claro está que no parece razonable esperar que en su catatónico estado actual pueda inducir cambios sustanciales en la forma de gobierno de las grandes empresas, pero al menos sí debería ser capaz de hacer de este asunto un tema de debate público y crítico. Un debate particularmente necesario en momentos en que, arropados de reformismo laboral, arrecian los ataques para fortalecer el poder de las cúpulas empresariales y debilitar la resistencia sindical (cuando lo que verdaderamente se necesita es una reforma de las empresas).
Las propias propuestas gubernamentales ofrecen una oportunidad para este debate, en la medida en que se plantean como objetivo explícito, entre otros, la incorporación más decidida de la llamada responsabilidad social corporativa (RSC) en las funciones y en la estructura de los consejos de administración. Algo que responde en buena medida a los desastrosos efectos que el principio de la primacía absoluta del accionista ha generado en el funcionamiento de muchas empresas, fomentando formas de gestión claramente cortoplacistas e irresponsables, obsesionadas con impulsar artificialmente el beneficio inmediato y la revalorización de la acción. Obsesión que, a la postre, ha sido el motor básico de los estratosféricos bonus de los altos directivos, propiciadores, a su vez, de políticas empresariales muchas veces calamitosas.
Por eso, la incorporación de mayores exigencias de responsabilidad social en los sistemas de gobierno corporativo contribuiría de paso, y poderosamente, a otros objetivos a los que el Gobierno dice aspirar (¿de verdad?) con su reforma normativa: como el fortalecimiento de la transparencia y de la capacidad de control del consejo y la formulación de políticas de retribución de consejeros y altos directivos menos escandalosas que las actuales.
Recordemos, en este sentido, que esa incorporación de la RSC al funcionamiento de los consejos implica (o debería implicar) la conformación de consejos que no respondan exclusivamente a los intereses de los accionistas y a la maximización cortoplacista del beneficio, sino que se planteen como finalidad de su labor la óptima sostenibilidad de la empresa en el tiempo, alineando lo mejor posible los intereses de los accionistas con los de las restantes partes interesadas básicas de la empresa: trabajadores, por supuesto, pero también clientes, proveedores estratégicos y administraciones y comunidades locales muy afectadas por la actividad de la empresa. Eso que en el argot de la RSC se ha dado en llamar “stakeholders” básicos de cada empresa.
Que nadie se escandalice: estamos ante algo que aceptan generalizadamente los estándares internacionales más avanzados en gobierno corporativo -esos estándares a los que dice querer asimilarse la reforma legal del Gobierno- y que incluso asume -aunque sólo como una declaración de buenas intenciones- el vigente Código Unificado de Buen Gobierno.
Para quienes queremos avances reales -y no sólo retórica- en la responsabilidad social de las empresas, se trataría simplemente de alentar estos planteamientos hasta sus últimas consecuencias: no hay mejor manera de alinear los intereses de accionistas y de las restantes partes interesadas que fomentar decididamente la incorporación de representantes de éstas en los consejos. Una lógica que no tiene por qué estar reñida con la profesionalidad y la eficiencia. Una lógica, además, que ha evidenciado su éxito en muchas empresas participativas y punteras y que está generalizada parcialmente desde hace mucho tiempo en las grandes empresas de países como Alemania o Suecia (a través de consejos supervisores paralelos integrados por representantes de los trabajadores). Pero una lógica que, en la perspectiva de la RSC, no tiene por qué quedar limitada a los trabajadores.
De lo que se trata, en suma, es de la conformación de consejos de administración plurales (“multistakeholders”), en sintonía con una concepción de la empresa que la entiende como una institución al servicio de la sociedad, que no es sólo coto privado de sus accionistas, que debe producir beneficios para ellos, pero generando de forma equilibrada y justa valor compartido para sus partes interesadas y en la que éstas deben ocupar las posiciones adecuadas en sus órganos de gobierno para que ese equilibrio y esa justicia sean respetados por principio y de forma endógena. Y todo ello sin merma de la competitividad: los sistemas de gobierno participativos parecen mucho más adecuados para las exigencias de impulso permanente de la innovación y de compromiso y fomento del capital humano que el modelo de gobierno accionarial.
No es sino la reivindicación de un modelo de gobierno de la empresa que, además de ser eficiente en términos económicos, sea capaz –como ha escrito Mónica Melle (“La reforma empresarial pendiente”)- de “… velar por los intereses de cuantos contribuyen a la creación general de valor, potencian el aprendizaje de la organización y asumen riesgos específicos a través de la realización de inversiones específicas en la empresa”. Un modelo de gobierno en equipo que mejora el control, fortalece los consensos, impulsa la responsabilidad y la perspectiva de largo plazo, evita la cooptación de la empresa por los altos directivos y materializa de forma efectiva la RSC a través de contrapoderes internos. Y que al tiempo, y no es lo de menos, posibilitaría avanzar hacia una democracia más real, sirviendo de contrapeso a la inmensa capacidad de las grandes empresas de condicionar el rumbo de nuestras sociedades.
En definitiva: una bandera (más) para la izquierda. Y nada incongruente con su mejor tradición.
Este artículo se ha publicado previamente en eldiario.es
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