Aunque nadie se esperaba nada mucho mejor, la reciente aprobación del Plan Nacional de Empresas y Derechos Humanos ha confirmado la escasísima voluntad de nuestro gobierno de impulsar y garantizar de forma efectiva el cumplimiento de los Derechos Humanos por las empresas: las insuficiencias y carencias del Plan han sido suficientemente destacadas. Pero tampoco los restantes planes nacionales aprobados en la estela de los Principios Rectores de NNUU -aunque los hay, desde luego, mejores que el español- están posibilitando vías de mejora realmente esperanzadoras en este ámbito. Lo que viene a ratificar las dudas de quienes siempre sospecharon que la filosofía de los Principios (voluntarista y sin fuerza vinculante ni ante empresas ni ante gobiernos) no basta frente a las dimensiones del problema, así como la certeza de que -sin desecharlos- resulta necesario trabajar sin más dilación en esquemas que permitan avanzar de forma más consistente en esa dirección. Porque ni para las empresas más concienciadas, en general, el tema pasa de ser esencialmente una cuestión de riesgos y de reputación: una cuestión relativa que hay que ponderar a la vista de los costes que pueda generar su cumplimiento y que, por tanto, suele condicionarse con harta frecuencia a los resultados económicos.
Frente a esa visión esencialmente economicista, no debe olvidarse que el respeto de los Derechos Humanos es un imperativo moral básico que no puede supeditarse a ninguna otra consideración y que, por tanto, no puede dejarse en la esfera de la voluntariedad o de las recomendaciones de buenas prácticas: un requisito incondicional, indiscutible e innegociable en cualquier actividad. Un imperativo cuya vulneración consentida por Estados y organismos internacionales sólo puede ser considerada como un escándalo de primera magnitud, por difícil que resulte su exigencia eficaz en la práctica.
Es la dirección a la que apunta un reciente artículo de Ramón Jáuregui, que parece reflejar un esperanzador cambio de opinión de los partidos socialistas europeos al respecto: la necesidad de que la comunidad internacional se dote “... de un instrumento jurídico vinculante para establecer un suelo mínimo de dignidad social y laboral en el mundo”. Un instrumento concretado en un Tratado Internacional Vinculante para el respeto empresarial de los Derechos Humanos, sobre el que -como el mismo artículo recuerda- viene ocupándose desde su aprobación en junio de 2014 un Grupo de Trabajo Intergubernamental en el seno del Consejo de Derechos Humanos de NNUU. Su tercera sesión de reuniones se celebra del 23 al 27 de este mes en Ginebra y para ella ha preparado la presidencia del Grupo un documento que debería servir para centrar los temas de debate y que puede verse en este enlace.
Con este motivo -para difundir y apoyar su actividad y aunar en torno a ella la acción de la sociedad civil de nuestro país-, ha tenido lugar el 18 de octubre una jornada sobre este tema en el Congreso de los Diputados, convocada por más de una treintena de organizaciones sociales que quieren erradicar la permisividad de las violaciones empresariales de los Derechos Humanos, tanto directamente como en sus cadenas de valor. Una permisividad -como se destacó en la jornada- estructural, basada en un orden legal internacional radicalmente asimétrico, que defiende con severidad los derechos de las grandes empresas transnacionales, pero que contempla sus obligaciones y sus actuaciones con mucha mayor indulgencia.
Se trata, claro está, de una propuesta a la que se enfrentan indisimuladamente las grandes empresas, los gobiernos de los países más desarrollados -en los que tienen su sede la mayor parte de las grandes transnacionales- y los principales organismos económicos internacionales: de hecho, la inmensa mayoría de los países ricos han mostrado un rechazo frontal en las dos primeras sesiones del Grupo de Trabajo Intergubernamental. No es nada nuevo. La necesidad de desarrollar mecanismos para avanzar en el respeto de los derechos humanos por parte de las empresas transnacionales lleva planteándose desde la década de 1970. Es, sin duda, un tema cargado de ideología, pero, más todavía, de grandes intereses económicos. No es improbable, por ello, que tampoco este intento acabe adecuadamente refrendado por las NNUU y que -menos aún- pueda aplicarse en la realidad con la contundencia y el rigor necesarios. No será, seguramente, el remedio final, pero sí una apuesta fundamental, que no puede dejar de afrontarse: que, si no la solución, puede ser un paso decisivo en su camino. El proyecto de Tratado, en este sentido, y sea cual fuere su éxito, puede desempeñar un papel de inocultable importancia: el de convertirse en un potente instrumento simbólico, emblemático y concienciador para una lucha de largo recorrido y que tiene que desarrollarse en muchos frentes.
En todo caso, el Tratado no podrá eliminar por sí sólo las lagunas regulatorias de las que se benefician las grandes empresas en la operativa internacional, irresolubles en tanto no se alcance un consenso internacional de una consistencia que parece inimaginable a la altura de nuestro tiempo y que trasciende al propio Tratado. E irresolubles también mientras no se consigan legislaciones nacionales más exigentes. Pero también aquí parece apuntar una brizna de esperanza y que el escenario está empezando tímidamente a cambiar: leyes con este propósito empiezan a ser ya más que una simple hipótesis, como ilustran el todavía modesto, pero relevante, ejemplo de Francia, los proyectos similares en otros países (Suiza, Holanda, Reino Unido, Australia...) e incluso las iniciativas en este sentido en el Parlamento Europeo. Por eso, porque ya empieza a ser un movimiento amplio, es el momento de empezar a reclamar con fuerza también en España una ley de este tipo que al menos obligue a las grandes empresas al establecimiento de procedimientos rigurosos de diligencia debida frente a los riesgos de violación (o de complicidad en la violación) de los Derechos Humanos y que posibilte vías de acceso eficaz a las demandas en caso de vulneraciones y canales apropiados de reparación justa a las víctimas ante incumplimientos probados.
No se trata, por tanto, de simples fantasías. Es verdad que todo esto es enormemente complejo y que los obstáculos son indudables: desde los derivados de la propia diversidad de los derechos incluidos genéricamente en los Derechos Humanos (que no son todos de la misma importancia y que -como ha recordado sensatamente más de una vez Antonio Vives- no deberían quizás tener el mismo grado de exigibilidad) hasta los que brotan de la dificultad de aplicar en la práctica este tipo de obligatoriedad legal. Y muy especialmente, en la escena internacional, en la que -sin un acuerdo global amplio y consistente- las solas leyes nacionales pueden resultar a menudo poco eficaces para actuaciones de empresas nacionales en el exterior. Pero no es imposible: al menos, así lo consideran muchos expertos jurídicos. Hay ya un considerable cuerpo de doctrina que está revelando la existencia de márgenes notables para muchos de los problemas que se suelen esgrimir como insuperables, como la extraterritorialidad o la responsabilidad de las matrices sobre sus filiales y subsidiarias e incluso en su cadena de valor. Y los márgenes son mayores aún frente a problemas que dependen en buena medida de la voluntad política gubernamental, como las trabas judiciales a las demandas, los innumerables problemas de tipo práctico a los que se enfrentan las víctimas -información, tiempo, costes económicos...- o la falta de formación específica en los profesionales de la Justicia que tienen la obligación de atenderles y de investigar y enjuiciar las posibles vulneraciones empresariales.
Nada de todo ello es inevitablemente insuperable. Y ninguna de estas dificultades debería impedir, al menos, avanzar hacia un afrontamiento más decidido de la impunidad de las grandes empresas en este terreno. Un problema que, por la gravedad de sus implicaciones, no puede quedar al albur de las buenas intenciones o de las valoraciones de costes y beneficios de las empresas. Al margen de que, sin duda, sea positivo que se pongan en funcionamiento esquemas voluntarios en la línea de los Principios Rectores de NNUU, como también que los gobiernos fomenten e incentiven la puesta en marcha de esos mecanismos -que es todo lo que plantea, y pacatamente, el Plan Nacional español-: ojalá todas las empresas estuvieran de acuerdo en hacerlo con el rigor necesario. Pero como no todas parecen dispuestas -según muchas se empeñan tozudamente en demostrar-, son imprescindibles procedimientos obligatorios, tanto a nivel internacional como nacional. Los dos niveles son necesarios y complementarios. Exijamos con decisión, en consecuencia, tanto un Tratado Internacional Vinculante como una ley española firme para mitigar todo lo posible las vulneraciones empresariales de los Derechos Humanos.
* Artículo publicado previamente en Ágora, 19/10/2017.
Bienvenido a
Comunidad ÉTNOR
© 2024 Creado por Quique. Tecnología de
¡Necesitas ser un miembro de Comunidad ÉTNOR para añadir comentarios!
Participar en Comunidad ÉTNOR