El término (y a veces incluso el ejercicio) de la RSE ha tenido un gran éxito en los últimos años. Ahora bien, no negaremos que parte de su éxito reside en su ambigüedad. Esto no es necesariamente malo, sino todo lo contrario: permite que se cobijen aproximaciones plurales, permite que no se la apropie sólo una minoría, y puede inspirar iniciativas innovadoras justamente porque su significado no está rígidamente predeterminado. Esto tampoco es ninguna novedad en el mundo de la gestión, por muchos aspavientos que se hagan: si buscáramos la misma precisión terminológica que se exige a la RSE a muchos de los términos más repetidos en la cultura empresarial (empezando, por cierto, por "cultura empresarial") nos haríamos un hartón de reír. No hay que olvidar ni menospreciar que la palabra "social" ha puesto de relieve la toma de conciencia de que las empresas viven en sociedades y no en mercados, y que, por tanto, todo lo que hacen tiene una dimensión a la vez económica y social. Pero, lo sabemos bien, la palabrita también se ha estirado hasta el límite y se ha utilizado para cubrir las más diversas prácticas, algunas de ellas contradictorias entre sí. En nuestro contexto uno de los resultados más generadores de confusión ha sido la mezcla de la RSE con la acción social. Una mezcla letal, de una toxicidad inmune cualquier argumento o razonamiento.
Aunque no siempre ha quedado suficientemente claro ni se ha dado por supuesto, la cuestión ambiental ha quedado incluida en la dinámica de la RSE. De hecho, ya ha quedado suficientemente asumido que cuando se habla de RSE se recita el mantra llamado triple cuenta de resultados: los impactos económicos, sociales y ambientales de lo que hacen las empresas. De todos modos, llamarle RSE a eso, no goza de consenso absoluto. A veces los nombres varían en función de los países o de las culturas empresariales. Una de las resistencias hacia llamarlo RSE es, justamente, evitar su confusión con la acción social. De manera que se insiste en que es mejor llamarlo sostenibilidad, con la esperanza de que así se entenderá mejor que hablamos de la totalidad de la actividad empresarial, y no de algunas iniciativas sectoriales, por interesantes, legítimas y... sociales que sean.
Sucede que "sostenibilidad" no se escapa tampoco del riesgo de reduccionismo, en este caso a la cuestión ambiental. ¿Cuánta gente no hace su capa un sayo, y forma un único paquete -digamos- semántico con ecología, sostenibilidad y ambientalismo? Y, además, la venerada sostenibilidad no escapa tampoco al riesgo de ambigüedades. Si vamos a la clásica definición de desarrollo sostenible que popularizó el informe Brundtland ("aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones"), con ella disponemos de un marco de referencia inspirador y orientador, pero tal vez demasiado abierto: la comprensión de lo que es una necesidad no es algo establecido definitivamente, sino que depende necesariamente de patrones culturales y del nivel tecnológico de cada sociedad. Sin embargo, tener la sostenibilidad como referencia tiene un gran valor desde mi punto de vista: da prioridad a la sociedad (y, consecuentemente, el papel que juegan las empresas) y no a las empresas consideradas una a una y reducidas a los impactos que generan; paradójicamente es una aproximación más intensa, inclusiva y exigente en términos "sociales" ... si se toma en serio.
A menudo se ha dicho que hablar de sostenibilidad incluye hablar de prosperidad económica, calidad ambiental y justicia social. Personalmente, me gusta más que la simplificadora trilogía de económico-social-ambiental. Huelga decir que esta trilogía tiene su efecto y, por lo menos, nos ayuda a evitar reduccionismos, como pensar la actividad económica sin considerar las dimensiones sociales y ambientales, por supuesto. Pero también a evitar aproximaciones ambientalistas que no consideren los componentes económicos y sociales. O a evitar efervescencias sociales a menudo tan exaltantes como despreciadoras de los requerimientos económicos y ambientales que las hagan posibles.
Pero yo quisiera insistir en la primera aproximación a la sostenibilidad porque considero que en ella encontramos uno de los grandes temas desaparecidos en el debate de la RSE. No me refiero a la prosperidad económica (que a ésta no la cuestiona nadie, incluso a falta de aclarar qué significa prosperidad) ni a la calidad ambiental, que con más o menos convicción permanece aún como referencia. Lo que ha desaparecido es la referencia a la justicia social. El término "social" de la RSE queda bien, y no me negaréis que siempre es más digerible si se le desconecta de la justicia. De hecho, siempre he sostenido que una de las características más sorprendentes (y, quizás, sospechosas) de la RSE es la desaparición de cualquier referencia en su abundante retórica a cualquier teoría de la justicia (o del bien común), lo que, por cierto, no sucedía cuando se hablaba de ética empresarial, término que, por las razones que sean, parece haber perdido todo glamour e interés, y que sólo se usa para exhalar monumentales jeremiadas que no llevan a ninguna parte pero que dejan muy tranquilos y descansados a quienes las protagonizan.
De acuerdo, pues: dejamos la RSE y pasamos a la sostenibilidad. Pero entonces empecemos a hablar seriamente también de justicia, tanto dentro como fuera de las empresas. La verdad: me encantaría que las empresas que dicen que apuestan por la sostenibilidad tuvieran una preocupación prioritaria por la justicia social, al menos en comparación -por un mínimo de coherencia- con las que no hablan tanto de sostenibilidad, por las razones que sean.
Porque el tema no es el nombre de la cosa.
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