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Hoy en día, si no hablas a menudo de valores (y, sobre todo, de su crisis) no eres nadie. Sería conveniente empezar a reconocer que es imposible hablar de valores hablando sólo de valores, o mirando definiciones en el diccionario. Los valores remiten a formas de vida: sólo entenderemos los valores atendiendo a las formas de vida que amparan, y no a qué dice el diccionario. Sólo así podremos decir que los valores enmarcan, orientan y potencian nuestra propia vida.

Vivimos en un contexto de cambio, innovación, movilidad e interdependencia. Nuestras coordenadas se han vuelto blandas como los relojes de Dalí. Nuestro tiempo ha dejado de ser analógico y ha pasado a ser digital. Nuestra atención se ha dispersado en varias pantallas a la vez. Y, claro, al final ya no sabemos dónde estamos.

Transmitir valores es transmitir formas de vida (maneras de hacer, maneras de sentir y de interpretar, maneras de ver y de vivir). Pero que los valores sitúen y orienten no quiere decir que nos tengamos que dedicar a enunciarlos y repetirlos. Lo que nos permitirá situarnos y orientarnos en el mundo creíblemente es nuestra calidad personal, que es la que acoge y engendra valores. Por ello, formar en valores hoy significa favorecer una experiencia de crecimiento personal en calidad humana. Antes, nuestro compromiso y nuestra responsabilidad consistían en la aceptación o el rechazo de un paquete normativo que la sociedad y sus instituciones nos presentaban en nombre de unos valores, que nos daban identidad. Hoy nuestro compromiso y nuestra responsabilidad consisten en ir recreando y discerniendo formas de vida desde nuestra libertad responsable, desde la cual nos identificamos y con la que identificamos nuestros valores de referencia.

Por ello, en el contexto actual, la pregunta clave no es qué valores se deben transmitir, sino cómo se aprenden los valores. Debemos pasar de centrarnos sólo en la transferencia de contenidos a la generación de procesos de crecimiento y maduración. Y estos procesos no pueden ser sólo de socialización, sino que deben ser también de personalización.

Más que crisis de valores, pues, lo que hay es una pluralización de los valores, que ya no se sostienen en la fuerza, el poder, la autoridad, la jerarquía o la tradición. Esta pluralización es lo que es vivido subjetivamente como crisis, sobre todo por parte de quienes identifican "los" valores con un paquete normativo rígido y cerrado. Un cierto pluralismo ha pasado a ser el marco de referencia de la configuración de los valores personales y sociales en nuestras democracias avanzadas. Pero el pluralismo no consiste en la mera coexistencia de personas que viven y ven la vida de diferentes maneras, sino que --para bien o para mal-- es un hecho que se ha convertido en valor y en un valor supremo: el valor que ordena la diversidad de valores. El valor del pluralismo (y otros valores procedimentales) es el valor que podemos compartir cuando reconocemos que no compartimos o no estamos obligados a compartir todos los valores sustantivos.

Como hemos mostrado en el libro Valores blandos en tiempos duros, el pluralismo es un factor que favorece el proceso de individualización, porque por sí mismo cuestiona la absolutización de la validez de cualquier patrón de vida normativo. Pero no necesariamente favorece un proceso de personalización. Por eso el pluralismo pone también a prueba nuestra autenticidad, porque nos interpela a ser coherentes con los valores elegidos y con el estilo de vida que deriva de ellos. Pone a prueba la calidad de los valores elegidos y la calidad de los sujetos que los formulan. Es decir, pone a prueba la calidad de nuestro proyecto de vida.

Evidentemente, podemos evitar hacer frente al reto del pluralismo en los valores por medio de sucedáneos. Mencionamos tres. El pragmatismo de ir tirando, el cinismo de quien circula a toda velocidad del pluralismo al todo vale, o el fundamentalismo de quien en lugar de encontrar su lugar en el mundo querría que todo el mundo fuera como su lugar.

¿Qué querrá decir, pues, ser una persona moralmente educada en una sociedad pluralista? Como mínimo se debe tener en cuenta la integración vivida entre la formación de la personalidad; la capacidad de aprender, socializarse y de relacionarse; el desarrollo de la sensibilidad la capacidad de comprender la existencia; la apertura a la dimensión reflexiva y contemplativa y la disponibilidad al silencio y el arraigo interior. Y aquí "tener en cuenta" significa trabajar y desarrollar estos ámbitos vitales.

Después de todo, lo que concreta cuál es nuestro lugar en el mundo es nuestro proyecto de vida, que es lo que da sentido y contenido a los valores que proclamamos. Porque vivir no es navegar mentalmente entre posibilidades ni deleitarse en el disfrute emocional, sino arriesgarse a dar forma a alguna posibilidad. Tal vez incierta, aunque sea por el simple hecho de que podría haber otras. Pero alguna debe haber, si no queremos pasar por la vida sin que la vida pase por nosotros. Y hay que decir que lo que define y da calidad a un proyecto son los valores que asumimos como propios y con los que nos identificamos. Un proyecto es más --¡mucho más!-- que tener objetivos y estrategias. Un proyecto da respuesta, simultáneamente, a dos preguntas: ¿en qué mundo quiero vivir? y, ¿cómo quiero vivir en el mundo? Una respuesta que debe ser necesariamente personal, pero que sólo se puede construir en diálogo con los demás y mediante compromisos compartidos.

www.josepmlozano.cat

@JosepMLozano

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