Todo parece indicar que los durísimos efectos económicos de la pandemia de la covid-19 van a exigir un peso notablemente mayor y un papel sensiblemente más activo del Estado y del sector público en la economía. El consenso –esperanzado o resignado– al respecto es cada vez mayor. Y no lo rechazan en absoluto en estos momentos las grandes empresas. Naturalmente, porque la negra situación que está provocando la crisis les hace desear fervientemente una mayor intervención pública –lo que en muchos casos es ciertamente imprescindible para su supervivencia–. Pero una intervención sólo para ayudarlas: orientada fundamentalmente a suministrar liquidez, seguridad, capital y sostenimiento de su demanda. Y que dure cuanto más mejor, pero, desde luego, sin exigencias que puedan distorsionar el mercado.
Como gran contrapartida corporativa, empiezan a proliferar de nuevo –como en la crisis de 2008– firmes declaraciones –y algunas moderadas materializaciones– de su mayor compromiso con la sociedad, porque la pandemia habría revelado presuntamente (una vez más) la necesidad de que las grandes corporaciones se replanteen profundamente su misión, sus valores y su relación con la sociedad, desde el convencimiento (ahora sí que sí) de que su responsabilidad social es un elemento imprescindible para una recuperación económica que debe ser más justa, equilibrada y sostenible (sic). Como se señala en un artículo muy representativo de esta sensibilidad, “... lo que está haciendo la situación ocasionada por la covid-19 es dar un gran impulso a esta tendencia”, que puede estar en la base de un nuevo “contrato social” “guiado por la promesa de una vida mejor para todos”. Pero, eso sí, sin que suponga mayores control y regulación para las empresas.
Es verdad que se están produciendo casos de solidaridad empresarial en medio de la tragedia: algunos, sin duda, muy encomiables. Pero en líneas generales, suena a algo ya muchas veces prometido y pocas realmente cumplido: de nuevo la vieja canción de la responsabilidad social empresarial (RSE). Una canción que no se ha olvidado con la crisis –como sugería recientemente Joaquín Estefanía–, sino, muy al contrario, que cambia de contenido de acuerdo con las circunstancias, adaptándose a las cambiantes necesidades corporativas: en la crítica situación actual, acentuando las virtualidades de su presunto compromiso con la sociedad. Pero una canción que –como recuerdan permanentemente las grandes empresas– sólo puede desplegar sus virtudes sanadoras si se entona libre y voluntariamente.
Así la han entendido siempre, desde que apreciaron su funcionalidad a mediados de la década de 1990, en plena vorágine de la ideología neoliberal, cuando empezaron a ondear entusiásticamente su bandera virginal al tiempo que desarrollaban en la práctica comportamientos absolutamente opuestos a lo que la RSE dice defender: cortoplacismo, fortalecimiento del gobierno de los accionistas, maximización del valor accionarial, desigualdad, deterioro de las condiciones y de los derechos laborales, prácticas muy cuestionables, aumento de las externalidades negativas, generalización de la externalización, de la subcontratación y de la deslocalización de la producción...
No deja de ser paradójica esta adhesión simultánea a las estrategias vorazmente neoliberales y, a la vez, al educado discurso de la RSE. Una clamorosa contradicción –que los defensores de la RSE suelen pasar por alto– entre lo que se hace y lo que se dice. Salvo que la contradicción sea sólo aparente. Es decir, salvo que el discurso se utilice básicamente para hacer más digeribles por la sociedad los comportamientos reales: para justificar su necesidad, para mitigar las críticas y resistencias, para dulcificar sus efectos a través de las compensaciones que la RSE –pretendidamente– aporta. Como un lavado general de imagen. Pero también como un mensaje dirigido a los gobiernos: como promesa de cambio, si se permite que el discurso empresarial de la RSE fructifique.
No está de más, en este sentido, recordar el contenido esencial de ese discurso. Un discurso que las grandes empresas –y toda su corte de expertos, asesores, consultores, verificadores, etc.– han planteado siempre en términos radicalmente económicos y siempre también cara al futuro –invariablemente indefinido–. Un discurso basado en dos elementos:
1. Que –según dicen– han llegado al convencimiento de que la gestión socialmente responsable fortalece a medio y largo plazo no sólo la reputación, sino, sobre todo, el desempeño económico de la empresa que la asume con integralidad; que, aunque a corto plazo pueda suponer costes, a larga se trata de un juego en el que todos ganan: desde luego la sociedad, pero también las empresas. Y por eso la asumen: no por convencimiento moral, sino por puro pragmatismo, por inteligencia (por “egoísmo ilustrado”). Desde luego, es un convencimiento puramente retórico, nunca asumido de verdad en la realidad, entre otras cosas, porque es un oxímoron insuperable: porque ni es suficientemente comprobable ni, aunque lo fuera, podría ser una guía para la gestión, en la medida en que la empresa –sobre todo la gran empresa cotizada– no puede nunca permitirse el lujo de condicionar de forma sustancial el beneficio presente a un hipotético futuro mejor.
2. Que incorporado ese criterio a la retórica empresarial –como el nuevo discurso políticamente correcto–, la gran empresa lo convierte en un argumento adicional para reforzar su resistencia al intervencionismo público, en una pirueta dialéctica verdaderamente espectacular. Como las empresas más avanzadas en la integración de la RSE van a ir demostrando paulatinamente su mayor competitividad en el mercado, las restantes tratarán de imitar sus comportamientos, incluyendo también criterios responsables en su gestión. De forma tal que la RSE se irá extendiendo milagrosamente, automáticamente, casi inevitablemente, por simple imitación, gracias a la pura inercia del libre funcionamiento del mercado, conduciendo a un tejido empresarial progresivamente más responsable, más sostenible y mejor. Pero sólo, claro, con una condición: que se deje funcionar libremente al mercado; es decir, que el Estado no entorpezca esta mágica dinámica con una intervención excesiva.
Es así cómo esta filosofía dominante de la RSE (economicista, instrumentalista, voluntarista y unilateral) se coordina bien –pese a lo que podría parecer a primera vista– con el proyecto neoliberal, alimentando su argumentación contra el control y la intervención pública en la economía y contra la regulación de la actividad empresarial (o en favor de formas moderadas de regulación, que a veces se acuerdan y se gestionan con las propias empresas, con modelos que se aproximan sensiblemente a la autorregulación): especialmente, en materia de derechos humanos, relaciones laborales y medio ambiente. Y ello tanto en el ámbito nacional como, sobre todo, en la operativa internacional y en las cadenas de valor globales, que las grandes firmas desarrollan crecientemente no sólo para abaratar costes y flexibilizar la producción, sino también para no responsabilizarse de las condiciones laborales, sociales y ambientales a que obligan a las empresas subcontratadas y proveedoras. Algo que permite, de facto, la desregulación de vertientes cada vez mayores de la actividad de las grandes empresas.
Por descontado, se trata de un discurso anti-intervencionista que ha contado con una amplia complicidad estatal y de los principales organismos económicos internacionales que, desde mediados de los años 90, han venido desarrollando una activa producción de recomendaciones, códigos, guías y directrices de diferente calidad, pero siempre en el marco de una intocable voluntariedad. Todo ha formado parte de esa “nueva gobernanza” de la economía que ha sido un vector central del paradigma neoliberal, caracterizada por una corresponsabilidad creciente entre Estados, organismos internacionales y grandes empresas, en la que éstas últimas han asumido un papel decisivo.
Una voluntariedad que contrasta escandalosamente con el rigor jurídico de la legislación internacional sobre propiedad intelectual y con las garantías legales –y ante tribunales privados– que ofrecen los numerosos acuerdos internacionales de comercio e inversión llamados de segunda generación a los derechos de las empresas transnacionales frente a decisiones gubernamentales que aquellas puedan considerar unilateralmente perjudiciales para sus intereses.
En definitiva, la RSE ha sido para las grandes corporaciones un instrumento para debilitar, suavizar y acomodar a sus intereses el control público, ayudando a que se sustituya o se complemente en parte con recomendaciones voluntarias y con criterios de actuación establecidos por las propias empresas, en un proceso desregulatorio en el que, sobre todo en el ámbito internacional, llega a producirse en cierta medida –en expresión de una prestigiosa jurista francesa– un auténtico proceso de apropiación e instrumentalización del derecho por parte de las mayores empresas.
Por tanto, convendría contemplar con prudencia las renovadas profesiones de responsabilidad social de las grandes firmas que, en la ciertamente terrible situación actual, se vean necesitadas del apoyo –directo o indirecto– de las Administraciones Públicas. Vaya por delante que creo que es un apoyo que, bien analizado y siempre que se disponga de recursos, no se debería negar, porque está en juego como nunca antes la supervivencia de buena parte del tejido empresarial y, en consecuencia, de la economía y de los medios de vida de amplios sectores de la población. Pero que no debería ser incondicional.
Ante todo, porque será muy difícil para muchas empresas cumplir esas promesas en la realidad, ya que, por la propia dureza de la situación económica, se intensificarán muy severamente las presiones para reducir costes y mejorar ventas y beneficios como sea –ya tenemos ejemplos cercanos muy claros–. Y en esa tesitura, que va a ser muy general, la calidad de la RSE y del compromiso voluntario de las empresas con la sociedad va a enfrentarse a poderosas dificultades.
Nada mejor para sortearlas que supeditar las necesarias ayudas a la aceptación de una condicionalidad exigente. Una condicionalidad –como recordaba hace unos días Fernando Luengo– en términos tales como el empleo, las relaciones y los derechos laborales, el impacto ambiental, la inversión y la innovación, la distribución más equitativa de los beneficios, un gobierno corporativo más responsable ante la sociedad y –en definitiva– una aportación más positiva al interés general. Sin olvidar, cuando se trate de compañías extranjeras, de una mayor garantía de permanencia o de compensaciones apropiadas si no la respetan.
Condicionalidad que no tiene por qué implicar la asfixia de la iniciativa privada o la nacionalización de la economía, sino que puede ser compatible con una mayor eficiencia empresarial, en absoluto inviable dentro de las coordenadas de un contrato más equilibrado entre los sectores privado y público. Un contrato capaz de contribuir al dinamismo empresarial impulsando la innovación y la competitividad, pero no en base a precariedad laboral, bajos costes salariales y permisividad ante las externalidades negativas. Algo sólo posible en el marco de un replanteamiento general del modelo económico que propicie una economía más equilibrada, justa, sostenible y autónoma en torno a una presencia más proactiva del sector público. De forma que –para decirlo con palabras de Mariana Mazzucato– “no se limite a ser un mero regulador, sino que pase a ser un referente y un creador junto al sector privado”. El derrumbe económico que está provocando la pandemia, así como el ambiente intelectual que está generando, pueden permitir –por vez primera en mucho tiempo– un momento propicio para intentarlo.
* Publicado en Contexto, el 18/6/2020 (https://ctxt.es/es/20200601/Firmas/32596/responsabilidad-social-empresarial-pandemia-intervencion-publica-moreno-izquierdo.htm )
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