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LA MAXIMIZACIÓN DEL VALOR ACCIONARIAL: III. APUNTANDO ALTERNATIVAS*

Finaliza con esta entrega la serie de tres artículos dedicados al análisis del modelo de empresa presidido por el criterio de maximización del valor accionarial. Un modelo que los autores entienden como característico de la revolución neoliberal y cuyos rasgos básicos y principales consecuencias, tanto a nivel interno de la empresa como a nivel económico general, se han examinado en las dos primeras partes.

La necesidad de modelos empresariales diferentes

Todo lo señalado apunta a la necesidad de avanzar hacia modelos diferentes de empresa: modelos que permitan superar la lógica empresarial maximizadora del beneficio y que resulten más positivos para la sociedad (más socialmente responsables). Se esbozan a continuación dos líneas complementarias que se enmarcarían en un mismo proyecto de profundizar en la democracia económica: por un lado, impulsar la democratización de las grandes empresas convencionales; por otro, favorecer la consolidación de organizaciones basadas en lógicas diferentes a la prioridad del beneficio. Líneas ambas que sólo podrían tener sentido en el marco de una política económica capaz de orientar mucho más severamente no sólo el comportamiento de las grandes empresas, sino el del conjunto del sistema económico, de forma que se mitiguen las múltiples penalizaciones de dicho sistema a las empresas que no priorizan la maximización del beneficio.

Hacia un modelo de empresa como espacio de cooperación

Ante todo, y a la vista de las distorsiones que el modelo empresarial dominante produce, en el caso de la gran empresa cotizada (la problemática de las pymes es muy diferente), resulta imprescindible avanzar hacia formas de empresa en las que el derecho de gobierno y de control no descansen de forma tan absoluta en la propiedad del capital accionarial. Algo que pasa por repensar la empresa no como una simple agrupación de capital de los socios, sino -en sintonía con una cada vez más consistente línea de análisis económico- como una mucho más compleja agrupación de capitales (de recursos) de diferente orden (los aportados por los accionistas, sin duda, pero también financieros, físicos, humanos, cognoscitivos, organizacionales y relacionales), aportados por diferentes colectivos, que asumen inversiones y riesgos específicos en la empresa y que cooperan en función de un interés común que trasciende al interés de cada grupo (ver epígrafe 3.A del primer artículo de la serie). Colectivos de diferente carácter, pero unificados por su común interés en la actividad de la empresa y por su contribución a la generación de valor y que, por ello, deben ser considerados depositarios de derechos de gobierno en ella (aunque no necesariamente en el mismo grado). A ellos deben añadirse los que soportan las externalidades negativas que provocan las empresas, que suponen cargas para ellos que no son compensadas (o que lo son sólo muy parcialmente) por las empresas que las producen, para las que, por tanto, representan evidentes reducciones de costes, contribuyendo, en esa medida, a la generación de beneficio. Externalidades que implican responsabilidades de las empresas y derechos de los afectados, que -en la medida en que las soportan sin retribución ni compensación alguna (o sin compensación adecuada)- realizan una suerte de inversión en las empresas que las causan. Por eso, pueden ser percibidos como aportantes de un tipo de capital imprescindible para el funcionamiento de la empresa y, por lo tanto, deben ser también sujetos de derechos de gobierno en ella.

Es una forma de entender la realidad empresarial en la que los capitales tecnológicos, naturales, humanos e intelectuales se convierten crecientemente en activos tan esenciales como el capital de los socios y el capital financiero; y en la que ganan peso los factores intangibles, relacionales y cooperativos como expresiones de un capital social crucial para la buena marcha de la empresa. Una perspectiva en la que la empresa no es ya un simple objeto de propiedad privada (una mercancía), sino una entidad de naturaleza colectiva/asociativa y con personalidad propia. Una entidad en la que la cooperación de los diferentes partícipes es esencial y que debe aspirar al óptimo valor compartido de todos ellos.

De ahí se deriva un replanteamiento radical del poder en el interior de la gran empresa1, que debe recaer legalmente en el conjunto de la comunidad que la constituye, pasando el sistema de gobierno de ser un instrumento de los accionistas a un instrumento de esa comunidad: el ámbito de conformación del interés colectivo, la “cámara de compensación” de los diferentes intereses en juego, en la célebre expresión de Freeman2. Un interés al que debe orientarse la misión de los directivos, como agentes fiduciarios de todos los partícipes: como coordinadores de todos los activos que confluyen en la constitución y en el funcionamiento de la empresa y como responsables de perseguir de forma equilibrada el óptimo interés común de la empresa. Algo que responde tanto a criterios de equidad y justicia como de eficiencia, porque es el criterio de gestión que mejor incentiva las inversiones específicas y que mejor compensa los riesgos residuales y el compromiso de todos con la empresa.

Se trata, en definitiva, de la justificación de sistemas de gobierno corporativo plurales y deliberativos, en los que deben participar de forma significativa -si bien en diferente medida y de forma condicionada por el contexto social- los representantes de los colectivos más significativos de la empresa: los que contribuyen al valor generado. Una alternativa, en consecuencia, democratizadora, que hace depender los objetivos de la empresa no de una finalidad inevitable y previa, sino de la construcción del interés colectivo a la que debe servir de cauce el sistema de gobierno de la empresa.

Sin duda, es un planteamiento que acarrea problemas notables -como la delimitación de los grupos que deben formar parte del gobierno empresarial o la forma de participación- y que introduce grados considerables de complejidad en el proceso, frente a la simplicidad de la subordinación de las decisiones a un único criterio. Pero que no implica necesariamente peores resultados económicos, como revelan los casos de países en los que se han introducido elementos parciales de esta filosofía. Al contrario, la participación puede ser una forma de gobierno que comporte ventajas nada despreciables: mejoras en el control de la gestión, desincentivos al cortoplacismo y a la asunción de riesgos excesivos, freno a la discrecionalidad y a la cooptación por parte de los altos directivos, incremento del compromiso de las partes implicadas y de la confianza entre ellas e impulso a las inversiones específicas, al aprendizaje colectivo, a la productividad, a la calidad y al capital social, por nombrar algunas.

Limitándonos siempre (insistimos) al ámbito de la gran corporación, se trataría, por otra parte, de un camino mucho más realista y coherente que el planteado por la perspectiva voluntarista de la RSE para mejorar de forma significativa los comportamientos empresariales, tratar de forma más justa a todas las partes afectadas por la actividad y avanzar hacia una mejor integración de la empresa con el conjunto de la sociedad. Se superarían así las limitaciones de ese constructo, nacido dentro del modelo accionarial de empresa y que, por ello, únicamente puede afrontar los aspectos que se consideran negociables dentro de este modelo, siempre subordinados al fin del beneficio. Al margen de la necesidad de una regulación más exigente, sólo con una representación efectiva en el sistema de gobierno de la gran empresa de los colectivos que la constituyen se conseguirá que ésta se tome verdaderamente en serio la necesidad de velar por los intereses de todos ellos, de aspirar a una más equilibrada generación de valor compartido y a una actuación más sostenible y positiva para la sociedad.

Se trata de una propuesta también de indudable incidencia política, que posibilitaría avanzar hacia una mayor calidad en el nivel general de democracia de las sociedades contemporáneas, en las que el peso y la capacidad de condicionamiento de las grandes empresas son tan desmesuradamente determinantes, posibilitando también una vía probablemente muy eficaz para combatir la desigualdad: uno de esos mecanismos predistributivos que se orientan a reformar estructuras y relaciones de poder generadoras de desigualdad que no pueden ser suficientemente compensadas por las simples políticas redistribuidoras ex-post; estructuras de poder que tienen una de sus más destacadas expresiones en el sistema de gobierno de las grandes corporaciones empresariales.

En todo caso, es algo que recuerda que el debate sobre el modelo de empresa tiene una dimensión inevitablemente política y que, en consecuencia, no puede ser planteado de forma cabal fuera de esa perspectiva.

Y más allá: hacia otras formas de organización

Queremos aludir con esto a formas de organización social que buscan sustituir el paradigma dominante y que surgen detrás de términos como economía social, economía solidaria, economía colaborativa, movimiento cooperativo, economía verde, economía circular, decrecimiento, postdesarrollo o procomún, entre otros. Algunas más recientes y otras con larga tradición, pero todas ellas cuestionando de algún modo una visión del mundo que convierte a los seres humanos y a la Naturaleza en factores productivos y que ignora las ecodependencias e interdependencias ligadas al sostenimiento de la existencia social. Iniciativas todas que, con diferentes bagajes, muestran posibilidades organizativas distanciadas de la empresa convencional y que pueden también contribuir al avance hacia modelos factibles de empresa entendidos como espacios colectivos de agrupación y coordinación de recursos complejos gobernados bajo criterios democráticos.

Pese al riesgo de que estos nuevos modelos organizacionales “sean integrados en el más amplio proyecto de hacer del mundo un lugar seguro para el neoliberalismo”3, es posible considerarlos como una de esas “heterotopías” de las que hablaba Michel Foucault en contraposición a las utopías: mientras que éstas son idealizaciones inexistentes, sin espacio real (no lugares), aquéllas son espacios realmente existentes, experiencias realmente existentes, que generan consecuencias y transformaciones efectivas -aunque sea en pequeña medida- en la realidad. Como heterotopías de este tipo, las nuevas formas organizacionales apuntadas pueden ser concebidas como lugares de aprendizaje y experimentación, como espacios de generación de resistencias, de microemancipaciones, de reacciones en pequeña escala, pero que -pese a su dimensión- pueden propiciar modelos alternativos de organización económica impulsores de ilusión, inspiración, voluntad e iniciativa ante el dominio del destructivo paradigma empresarial aquí analizado.

1Véase sobre esto M. Aglietta y A. Rebérioux (2004), Dérives du apitalisme financier, Editions Albin Michel, París, 2004. Puede verse una síntesis en Aglietta, M., y Rebérioux, A. (2005), “Les régulations du capitalisme financier”, Lettre de la régulation, 51.

2R. E.. Freeman (1984), Strategic Management. A Stakeholder Approach, Pitman, Boston.

3 Caffentzis, G. (2010), “The Future of The Commons: Neoliberalism's Plan B or the Original Disaccumulation of Capital?”, New Formations, (69), 23-41.

(*) Artículo realizado en colaboración con Amparo Merino (Universidad Pontificia de Comillas-ICADE) y publicado inicialmente en Diario Responsable

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