“Quería vivir profundamente y chupar toda la médula de la vida, vivir tan fuerte y espartano como para prescindir de todo lo que no era vida” (H. D. Thoreau, "Walden o la vida en los bosques”.)
A cierta edad uno toma conciencia de su propia finitud, de las limitaciones que le constriñen y de cómo ha administrado hasta la fecha el tiempo transcurrido. Hacer una “carrera”, tener tu propia casa, formar una familia y tener un trabajo estable, es al fin y a la postre, el molde al que nuestros padres nos pretendieron ajustar, y es también aquel sobre el que pretendemos forjar la vida de nuestros hijos.
Es como el burrito al que día tras día le ponen un ronzal y unas anteojeras, con la finalidad de que de vueltas y vueltas a la noria a cambio de una porción de paja y un lecho donde recostarse derrotado, al ocaso del día. Sin embargo, el burro sueña con aquél tiempo en que pacía libremente y libre se tendía al sol.
La cuestión es que, en esta sociedad occidental, somos nosotros los que nos ponemos cada día, a la salida del sol, el ronzal y las anteojeras, y damos constantes y subyugantes vueltas a la misma noria, para hacer que el campo florezca, aun cuando –merced a las dichosas anteojeras- no lo veamos ni disfrutemos.
¿Por qué hemos de dar “al rey” la hacienda y la vida, cómo afirmase don Pedro Crespo, alcalde de Zalamea?
¿Qué honra ha de tener quien entrega sin rechistar toda su vida, sin vivirla?
Solo los más grandes han sido capaces de revelarse contra el destino y vivir la vida en su plenitud, a pesar de lo que les pesare.
Henry David Thoreau, escritor y filósofo de la naturaleza estadounidense, fue uno de los que si llevo hasta sus últimas consecuencias el deseo de libertad que todos, al fin y a la postre, en algún momento de nuestras vidas, soñamos ver cumplido.
A Thoreau se le suele conocer, especialmente, por dos episodios: Su retiro en los bosques donde quiso vivir solitario y de modo autosuficiente durante dos años en contacto con la naturaleza porque quería hacer frente a los hechos esenciales de la vida y no descubrir, al morir, que no había vivido, y su paso por la prisión, consecuencia de no haber pagado impuestos, en un acto de rebelión frente a la guerra de E.E.U.U. con México, y frente a la defensa de la esclavitud por parte del gobierno.
De ambos sucesos surgieron sus dos libros más conocidos La desobediencia civil (1849) y Walden o la vida en los bosques (1854), ambos geniales por la sinceridad que transmite quien escribe sobre lo vivido.
Precisamente, viviendo su vida de un modo excéntrico Thoreau demostró, como escribe Henry Miller en su prólogo al libro “Del deber de la desobediencia civil” (prólogo que se debería enmarcar y poner a la puerta de las escuelas), la futilidad y el absurdo de la vida de las “masas” y, ante la pregunta –tan actual hoy- de ¿qué puede valer vuestra fatiga, al fin y al cabo, si mañana junto a vuestros seres queridos podéis ser reducidos a migas por algún loco exaltado?, Thoreau decidió romper con los convencionalismos y vivir una vida profunda y rica, que le dio todas las satisfacciones, enriqueciéndole – como reconoció Henry Miller- mucho más que lo pueda enriquecerse el hombre moderno, atolondrado por dudosos lujos y comodidades.
“Las ocasiones de vivir”, afirmaba, “disminuyen en la medida en que crecen los llamados medios…”, porque los medios son, en definitiva una cadena, que aun cuando sea de oro, nos aferra y constriñe; nos limita a una vida mezquina, revoloteando de una obligación a la otra, inquietos, miserables, frustrados, buscando en vano el encontrar una salida.
Por todo ello resulta ineludible educar a los niños y jóvenes en libertad, explicarles –como escribiera Henry Miller en ese prólogo que podría proclamarse como un panegírico sobre el derecho fundamental a la libertad individual- "que la sociedad tal como está constituida no presenta salidas, que la solución está en nuestras manos y que sólo usándolas podremos obtenerla. Tenemos que abrirnos camino con el hacha. La verdadera jungla no está fuera, quién sabe dónde, sino en la ciudad, en la metrópolis, en aquella compleja telaraña en que hemos transformado la vida, y que sólo sirve para limitar, estorbar o inhibir a los espíritus libres.”
¡Qué responsabilidad tenemos los padres al mirar la vida de nuestros hijos desde nuestra, generalmente muy mediocre y limitada perspectiva, pretendiendo asegurarla, aun sacrificando el más preciado bien de la libertad individual, y la felicidad!.
“La libertad Sancho –como declamara Cervantes a través de don Quijote-, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, …, se puede y debe aventurar la vida”.
No hagamos pues a nuestros hijos cautivos, empujémosles a sacar de la vida todo su jugo y enseñémosles –como aconsejaba Thoreau- a vivir independientes de ataduras y libres de hipotecas.
La pretensión generalizada de que el Estado debe garantizarnos todas nuestras necesidades, y así exigirlo como un derecho adquirido, choca frontalmente con la filosofía de Thoreau que rechazaba pensar que algún día pudiera depender de la protección del Estado, y argumentaba: ”Si rechazo la autoridad del Estado y no pago impuestos (lo que el propio Thoreau hizo como protesta frente a la guerra de EEUU con México y la defensa de la esclavitud por parte del gobierno), pronto se apoderará de lo mío y gastará mis bienes y nos hostigará interminablemente a mí y a mis hijos. Esto es duro y hace que sea imposible vivir con honradez y al mismo tiempo con comodidad en la vida material", y concluyó: "No merece la pena acumular bienes. Es mejor cultivar una pequeña cosecha y consumirla cuanto antes.”
Enseñemos pues a los jóvenes a vivir, como enseñaron Thoreau y los personajes de Cervantes, en absoluta libertad, careciendo de ataduras que premediten sus conductas, siendo dueños de su propia realidad e incluso animándoles a crearla.
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