Para muchos ciudadanos de a pie el acrónimo I+D+i es un misterio, de los que, sin embargo, pueblan la vida cotidiana. Y tienen razón para estar desconcertados con esta enigmática conjunción de letras, que es todo menos transparente. Las dos primeras se refieren a la investigación y al desarrollo, dos factores imprescindibles para que progresen el saber y la economía de un país, pero la “i” minúscula, que se refiere a la innovación, parece un apéndice, al que podrían sumarse muchos más. Y, sin embargo, en esta nuestra economía basada en el conocimiento se dice que es crucial.
Sin ir más lejos, la estrategia Europa 2020, propuesta por la Comisión Europea en mayo de 2010, integra la innovación como uno de los ingredientes indispensables para lograr “un crecimiento inteligente, sostenible, inclusivo”, recuperando con ello la estrategia de Lisboa para el periodo 2000-2010, aquella que se proponía convertir a la Unión Europea en “la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible con más y mejores empleos y con mayor cohesión social”.
Que no se ha alcanzado esta meta es una evidencia rotunda. Tal vez porque las comunidades políticas envían sus escuadras, pero después las desbaratan los elementos, tal vez porque no se siguió la estrategia y por eso conviene recuperarla, fomentando, entre otras cosas, la innovación.
La innovación es, al parecer, un híbrido de invención y mercado. La nueva generación de una idea es invención, y cuando se plasma en productos, servicios o procedimientos que permiten introducirla en el mercado con éxito, es decir, que permiten venderla, entonces recibe el nombre de innovación. Por decirlo en la jerga economicista del caso, innovar es “poner en valor” una idea, lo cual significa hacerla lo suficientemente atractiva como para que alguien la quiera comprar. Es decir, que más que poner en valor, se trata de fijar un precio. De eso se ocupa también la transferencia del conocimiento, de trasladarlo al tejido socioeconómico para hacerlo más competitivo.
Como Europa necesita ser más competitiva, y no digamos ya España, potenciar la innovación se presenta incluso como un imperativo moral. Un imperativo cuyo cumplimiento parece al alcance de las Ciencias Naturales, pero difícil para las Humanidades. ¿Qué ideas de ese amplio campo van a poder tomar la forma de productos que se venden en el mercado? Y, sobre todo, ¿es que esa es la tarea de las Humanidades?
En lo que se refiere a cuestiones de precio, algunos autores, como Jerome Kagan, consideran que la valoración social de las Humanidades ha descendido porque su contribución a la economía es mínima. De ahí que los diseñadores de políticas científicas tiendan a invertir poco en Humanidades por creer que no son rentables, que al hablar de “invertir en I+D+i” no debe pensarse en proyectos humanísticos.
Sin embargo, esto no es verdad. En algunas publicaciones de la CRUE se recogen tanto innovaciones tecnológicas como humanísticas, porque se está transfiriendo conocimiento en productos cinematográficos, discográficos, audiovisuales, editoriales, en museos, fundaciones, en centros responsables de educación, en asuntos referidos al patrimonio histórico-artístico, al turismo o a los medios de comunicación. Grupos de arqueología trabajan con empresas de la construcción, gentes de filosofía cooperan en la elaboración de índices que permiten medir la fecundidad social de las organizaciones.
Ocurre, sin embargo, que a menudo ni los potenciales usuarios se percatan de que para desarrollar sus productos necesitan conocimientos humanísticos, ni quienes cultivan las Humanidades piensan habitualmente en diseñar procedimientos novedosos para resolver problemas concretos, procedimientos por los que alguien esté dispuesto a pagar. Por si faltara poco, rara vez surgen patentes de estas innovaciones y las llamadas “revistas de impacto” tampoco se interesan por ellas. Con lo cual ni siquiera sirven para acreditarse o para conseguir un sexenio.
Pero la otra gran pregunta es, claro está, si importa fomentar en Humanidades la innovación, así entendida, o si, por el contrario, entrar en esa deriva supone desnaturalizarlas. Es este un debate que es preciso abrir en nuestro país, porque afecta al sentido del trabajo cotidiano de la mayor parte de investigadores de nuestra sociedad, que trabajan en Humanidades, tiene repercusiones para la competitividad social y también la tiene para la asignación de recursos en los planes nacionales de I+D+i.
Por romper el fuego diría yo que innovar en este sentido no es mancharse las manos, sino optar también por una de las formas de prestar servicio a la sociedad. Pero añadiría que la tarea prioritaria de las Humanidades, la que les da sentido y un valor social insustituible, consiste en reforzar los vínculos humanos, en generar cultura, en crear ese humus desde el que es posible el cultivo de las personas y de los ciudadanos, en potenciar las raíces valiosas sin las que las sociedades quedan desarraigadas.
Por eso tienen que impregnar cualesquiera planes de estudios. Porque más allá de la necedad de quienes confunden el valor con el precio, está la lucidez de quien sabe dar su lugar a cada uno de ellos, también en el cultivo de las Humanidades.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, autora de ¿Para qué sirve realmente la ética? Paidós, 2013.
Publicado en El país 15 julio 2013 http://elpais.com/elpais/2013/07/08/opinion/1373286321_629687.html
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