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Foro de debate sobre ética y responsabilidad social en empresas y organizaciones

Regresan al debate político y económico -por fortuna- ideas que parecían no hace mucho olvidadas y que pueden tener una nada despreciable importancia: estupenda noticia. Ideas que -desde diferentes perspectivas- tratan de afrontar la cada vez mayor evidencia de los graves efectos negativos a que conduce el modelo dominante de gran empresa (cortoplacismo, desigualdad creciente, elusión y evasión fiscales, condiciones laborales deleznables, gestión imprudente, irresponsabilidad social, externalizaciones y deslocalizaciones innecesarias, cooptación por los altos directivos, ingerencia en la Administración Pública...).

Por una parte, en el ámbito político, sectores de la izquierda vuelven a retomar la bandera de la participación de los asalariados en el gobierno de la empresa (como es el caso reciente del Partido Laborista británico), fortaleciendo así la tendencia de países en que esa participación tiene ya, en mayor o menor medida, fuerza legal (Alemania, Suecia, Francia...). Una tendencia que apunta, siquiera sea lenta y modestamente, hacia la profundización de la democracia, para la que las empresas no deben suponer una barrera insuperable. Porque, como la izquierda más consciente siempre ha sabido, si en ellas -y muy especialmente en las mayores y más poderosas- la democracia no penetra, inevitablemente se debilita, resiente y deteriora.

Por otra, se hace oir cada vez más en el mundo académico una corriente analítica que cuestiona con creciente solvencia los argumentos teóricos en que se sustenta el modelo de empresa basado en la soberanía accionarial y en la maximización del valor de la acción. Una corriente que aporta una consistente fundamentación en defensa de una concepción participativa de la empresa (sobre todo, de la gran sociedad anónima cotizada): es decir, en defensa de la participación efectiva en su gobierno de los principales agentes que contribuyen de manera más decisiva a la actividad de las grandes corporaciones (accionistas y directivos, desde luego, pero también restantes empleados, proveedores y contratistas estratégicos, clientes especialmente fidelizados o dependientes, comunidades locales que padecen particularmente las externalidades negativas...). Una fundamentación basada en buena medida en el desarrollo lógico de los argumentos con los que, desde la ortodoxia académica dominante, se ha pretendido defender la primacía accionarial. Frente a ésta, el enfoque emergente argumenta que todos los mencionados agentes son esenciales en la generación del valor empresarial y que todos -y no sólo los accionistas- tienen contratos incompletos, asumen riesgos residuales y aportan inversiones específicas imprescindibles. Razones por las que todos ellos (aunque no necesariamente de la misma forma) deben encontrar un espacio de protección de sus intereses en los órganos de gobierno de la empresa y deben participar activamente en ellos (y muy especialmente, en el consejo de administración), procurando el bien común de la entidad a través del acuerdo de sus diferentes intereses. Un planteamiento, en definitiva, que aporta materiales esenciales para la justificación económica (y no sólo ya moral) de la democratización de la empresa: para el avance hacia un nuevo modelo de empresa cuyo gobierno plural debe aspirar no sólo a la maximización de los intereses de los accionistas, sino al óptimo valor compartido de todos los agentes que contribuyen más significativamente al beneficio y que padecen más severamente los costes de su actividad (puede verse una explicación más detallada aquí).

Por supuesto, son consideraciones que no dejan de ser combatidas por el pensamiento económico convencional, pero sobre las que el debate -como se señalaba al principio- ya está desatado, incluso fuera de los estrictos ámbitos académicos.

Pues bien, lo que aquí se quiere apuntar es que merece la pena reparar en lo que a este debate puede aportar la sugestiva línea de trabajo que viene desarrollando una de las figuras de la economía progresista de mayor proyección en la actualidad: la italo-estadounidense Mariana Mazzucato, profesora en la Universidad de Sussex y en el University College de Londres y autora -aparte de numerosos artículos- de dos libros de referencia en el debate actual de la economía de la izquierda (El Estado emprendedor y The value of everything). Particularmente, el primero tiene una importante relación con la cuestión aquí tratada.

Su argumento central es ya ampliamente conocido: constituye una decidida reivindicación de la esencial contribución que, en los países más avanzados (el libro analiza sobre todo el caso de Estados Unidos, paradigma de la limitación de la intervención pública en la economía), realiza el Sector Público -tan frecuentemente tachado de ser un lastre para el crecimiento- a la innovación productiva que materializan en la práctica las empresas más punteras. Aparte de suministrar y/o facilitar elementos básicos para la actividad empresarial, como la justicia, la seguridad, infraestructuras esenciales o educación y sanidad, el Sector Público realiza una labor fundamental que desde el sector privado frecuentemente se silencia o se niega: la ejecución directa de investigación de base en las etapas iniciales y la aportación de recursos imprescindibles para la realización por el sector privado de investigación en ámbitos decisivos para el impulso de la innovación productiva y de nuevas tecnologías.

Como demuestra con abundantes ejemplos, desde Internet a la nanotecnología, la mayoría de los avances fundamentales, tanto en la investigación básica como en la comercialización en sentido descendente, fueron financiados por el gobierno, y las empresas entraron en el juego sólo una vez que los resultados estuvieron claramente a la vista”. "Todas las tecnologías radicales detrás del iPhone fueron financiadas por el gobierno: Internet, GPS, pantalla táctil e incluso el asistente personal Siri activado por voz". Algo, además, que -pese a lo que suele considerarse- se ha ido intensificando -al menos en algunos países- con la orientación cada vez más cortoplacista y financiarizada de la gran empresa, pues más imprescindibles resultan entonces los apoyos del Sector Público a la investigacion y la innovación en esas fases inciales del desarrollo de nuevas tecnologías.

En esta medida, y contra la pretensión neoliberal, una inversión estratégica activa por parte del sector público -reitera en un artículo posterior- es esencial para el crecimiento. Por eso todas las grandes revoluciones tecnológicas (ya sea en medicina, informática o energía) fueron posibles gracias a la actuación del Estado como inversor de primera instancia (“¿Quién crea realmente valor en una economía?”). La innovación productiva más puntera de nuestro tiempo no está siendo, por ello, resultado exclusivo de la mano invisible del libre mercado, sino, en parte esencial, producto también de la intervención pública: es decir, del esfuerzo colectivo. Una intervención que comparte riesgos básicos con el sector privado en la cadena de innovación y que debe ser, en consecuencia, considerada a todos los efectos “cocreadora de valor”.

El Sector Público, así, asume riesgos decisivos de buena parte de la actividad empresarial más innovadora, pero sin compensación adecuada por ello. Se trata de una relación evidentemente ventajosa para las empresas que más se benefician de esa aportación pública: una relación que genera una clara situación de injusticia cara al conjunto de la ciudadanía, que es quien, en última instancia, suministra los recursos. Por ello, sería también cuestión de justicia plantear mecanismos de compensación para esa contribución. Como señala nuestra autora en una entrevista reciente: si las empresas quieren un libre mercado total, estupendo, que lo tengan, pero que no reciban un solo céntimo del Estado. Pero si vas a recibir esas enormes cantidades de dinero del Estado, entonces habría que imponer algunas condiciones para la obtención de valor público, porque de lo contrario, solo se trata de valor privado”.

Son ideas que ya están levantando polvareda y que, por descontado, están encontrando fuertes críticas: desde quienes minusvaloran la importancia de la contribución pública en este ámbito hasta quienes, aceptándola, consideran que está suficientemente compensada y retribuída por la vía impositiva; o quienes consideran que supondría enormes problemas de gestión para el Sector Público y no menos graves desincentivos para la inversión privada en las empresas más intensivas en I+D. Las últimas son objeciones a tomar en consideración, pero no necesariamente insuperables. En cuanto a la primera, resulta difícilmente sostenible a la luz de la evidencia, en tanto que la segunda parece harto discutible ante la deriva regresiva y crecientemente complaciente con las grandes empresas -y con sus posibilidades de optimización fiscal- que las estructuras impositivas de casi todos los países avanzados vienen experimentando a lo largo de las últimas décadas.

Por eso, la izquierda no debería desdeñar las implicaciones que las ideas de la Mazzucato pueden tener cara a esa más justa compensación del papel del Sector público en la I+D+i que luego rentabilizan -¡y cómo!- muchas empresas. Una búsqueda de vías de compensación que podría tener también consecuencias en el tema que nos ocupa: en el gobierno corporativo de las empresas, y muy especialmente de las grandes empresas más punteras tecnológicamente, que son muy probablemente hacia las que fluye mayoritariamente el resultado de la previa inversión publica en investigación en I+D+i. Porque lo que defiende la profesora italo-americana implica ante todo que la generación de valor empresarial es una “creación colectiva” en la que contribuyen -como antes se apuntaba- no sólo accionistas y directivos, sino también otros colectivos básicos para la actividad empresarial. Y, entre ellos, frecuentemente -y en muchas ocasiones de forma decisiva- también el Sector Público.

Desde esta perspectiva, no parecen fantasiosos los argumentos para que el Sector Público -en las empresas a cuyo valor más claramente contribuye- sea una más de las partes interesadas que -de forma proporcional a su aportación en cada empresa- debieran participar en el gobierno empresarial, y fundamentalmente en las grandes empresas. Algo que -si la intervención pública respeta criterios de calidad de la gestión y no acaba imponiéndose a los otros agentes (no podemos olvidar lo que ha pasado en España con las cajas de ahorros)- puede resultar de considerable relevancia tanto para avanzar hacia la democratización empresarial como para un mayor -y muchos pensamos que necesario- control público de muchas grandes corporaciones, sin que ello suponga necesariamente ninguna pretensión nacionalizadora.

Corporaciones, recuérdese, que son entidades sustancialmente diferentes de las restantes empresas: no sólo más grandes. Ya desde los años 30 al menos, pensadores nada transgresores -como Keynes- las consideraban -por su dimensión, importancia general y capacidad de influencia- más cercanas a grandes organismos públicos que a las pequeñas y medianas empresas (“una institución -al decir de un coetáneo del economista británico- que se asemeja, en su naturaleza misma, al propio Estado”1), por lo que deberían ser permeables a formas de gobierno más coherentes con la inspiración democrática en que deben sustentarse esos organismos.

1La frase es del industrial y político alemán Walther Rathenau. Cita recogida de Aglietta, M., y Rebérioux, A., Dérives du capitalisme financier, Albin Michel, París, 2004.

* Artículo publicado en Cuarto Poder el 23/11/18.

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