Por fortuna, van desmontándose poco a poco algunos de los mitos de la economía neoliberal. Es indudable que sus doctrinas siguen dominando en la realidad, pero el proceso de desmitificación en curso -en buena medida impulsado por todo lo que la crisis ha evidenciado- acabará (ya lo está haciendo) deteriorando su credibilidad y su capacidad de imposición. La crítica sólida -como repetía el gran José Luis Sampedro-, aunque no sea constructiva, siempre es positiva.
Se trata de una perspectiva que está empezando a calar incluso entre economistas de prestigio bien asentados en la ortodoxia académica. Un caso muy característico (y muy significativo, por la importancia de los autores) lo podemos encontrar en un libro reciente de dos destacados premios Nobel: La economía de la manipulación, de George A. Akerlof y Robert J. Shiller (edición española de Deusto, Barcelona, 2016). Un libro escrito en un lenguaje especialmente claro y asequible y que se plantea desde el marco teórico convencional, pero que transmite un mensaje demoledor para algunos de sus fundamentos. Un mensaje nada original, desde luego, quizás ingenuo e incluso superficial en cierta medida y que redescubre perspectivas que la Economía crítica ha detectado sobradamente desde hace mucho tiempo, pero que resulta especialmente relevante en académicos de su posición: que la libertad de mercado no conduce, en modo alguno, a la situación idílica (al óptimo económico) que preconiza la Economía liberal. Muy al contrario, y sin olvidar efectos ciertamente positivos, piensan los autores que las fuerzas del mercado inducen inapelablemente al engaño y la manipulación, porque conducen a la aparición de empresas que “...manipulan o distorsionan nuestro juicio, utilizando prácticas empresariales que son análogas a cánceres biológicos”.
Es decir, que -como ya muchos autores de otras filiaciones ideológicas han denunciado desde largo tiempo atrás- el sistema de libre mercado no sólo permite la manipulación, sino que la genera inevitablemente. Y no es una simple distorsión del sistema; es algo inherente al mismo: las economías -dicen los autores- tenderán necesariamente a una situación de equilibrio muy diferente al preconizado por la teoría económica dominante. Un equilibrio inevitablemente inestable, caracterizado por la ocupación (siempre momentánea) de los huecos del mercado donde la manipulación (y el beneficio extraordinario) es posible: “un equilibrio manipulativo en el que se aprovechará cualquier oportunidad de lograr un beneficio por encima del ordinario”.
Algo que se produce, en su opinión, por dos carencias que operan en el mercado de consumo (y en el de inversión financiera, que también analiza el libro) y que chocan con dos hipótesis básicas de la Economía liberal: la falta de racionalidad y la falta de información. La primera es interna al ser humano: frente a las presunciones de racionalidad absoluta en que se fundamenta la Economía convencional, muy frecuentemente actuamos de forma económicamente irracional. Adoptamos en el consumo comportamientos claramente inconvenientes en términos económicos y priorizamos objetivos que no se adecúan a nuestras verdaderas necesidades; algo que facilita poderosamente la inducción a consumos supérfluos, que se convierten en mecanismos de extracción de renta, que desde luego no mejoran la calidad de vida -al menos en la forma que prometen- y que, en todo caso, conducen a una situación general que dista del óptimo social al que presunamente conduciría el libre mercado. La otra es externa al individuo, pero también inherente al libre mercado: la carencia de información en los ciudadanos, que produce una flagrante asimetría informativa entre oferentes y demandantes que muy frecuentemente nos obliga a actuar en situación de enorme inferioridad, particularmente frente a empresas grandes. Por las dos vías, muchas empresas consiguen un beneficio extraordinario a costa del consumidor, manipulándole: engañándole en base a la información superior que poseen, que les permite una mayor capacidad de negociación, e incluso induciéndole a demandar no tanto lo que necesita, sino lo que es más rentable producir, en un ejercio de innovación que, por eso, no es siempre tan socialmente beneficioso como suele pensarse. Como se ha denunciado reiteradamente desde otras perspectivas, la innovación (y el crecimiento económico) no conduce siempre al progreso social. El libro ofrece, en este sentido, un apabullante repertorio de casos en que se producen hechos de este cariz en todo tipo de sectores (en algunos, también con graves repercusiones macroeconómicas): publicidad, automóviles, mercado inmobiliario, sector financiero, alimentación, farmacia, tabaco, alcohol... Incluso en el mercado electoral.
Pero lo más llamativo, en mi opinión, del libro no es el reconocimiento de que todo lo anterior sucede, sino que -alineándose en este sentido con análisis más radicales- asume que se trata de fenómenos inevitables en el funcionamiento del mercado, porque éste -como la naturaleza para los físicos aristotélicos- tiene horror al vacío: siempre que exista una posibilidad de beneficio extraordinario, alguien, indefectiblemente, la tratará de aprovechar. Más aún, el libro permite intuir (aunque no la formule expresamente) una conclusión todavía más crítica: se trata de fenómenos que acabarán convirtiéndose en la tendencia dominante en el mercado, hasta convertirse en práctica generalizada en el capitalismo actual, porque la competencia obliga a todas las empresas a perseguir el beneficio extraordinario que las más manipulatorias consiguen. Sobre todo en aquellos sectores en los que la competencia es más intensa y en los casos en que los mercados financieros y de capitales penalizan más la no consecución de esos beneficios extraordinarios (fundamentalmente, grandes empresas cotizadas muy dependientes de esos mercados). Lo que ha sucedido con la reciente y todavía persistente crisis financiera lo revela -como el propio libro recuerda- con claridad meridiana: ante las rentablidades que ofrecen productos claramente manipulatorios (por ejemplo, los paquetes estructurados de hipotecas subprime), pocas son las entidades financieras que se resisten a entrar en el juego, porque quien no lo hace acaba siendo penalizado.
El sistema de libre mercado tiende, así, a propiciar la generalización de productos mediocres, engañosos o en los que los oferentes encuentran una rentabilidad anormal (bajo la que subyace siempre una relación de expropiación/explotación). Se consolida, de esta forma, un sistema en buena medida diseñado para aprovechar las debilidades de la gente: para engañarla y para “producir tentaciones a las que no puede resistirse”.
De forma tal que -como suscribrían autores de tradiciones más críticas- Akerlof y Shiller consideran que no se trata prioritariamente de un problema de falta de ética (que desde luego que lo es), sino que tiene raíces más materiales: porque es “... consecuencia no de la maldad de las personas, sino del funcionamiento natural de la economía”; “si los empresarios tienen buenos (o malos) principios morales no es el asunto de este libro. .. el problema básico son las presiones para adoptar un comportamiento poco escrupuloso que son incentivadas en los mercados competitivos”. Por tanto, no es una situación que se pueda solucionar sólo con medidas voluntaristas ni con buenos consejos morales (por oportunos que siempre sean, salvo que se utilicen como pretextos para no hacer nada más), sino que exigen otro tipo de medidas: “medidas valientes”, dicen.
Buen recordatorio, en este sentido, para los preocupados por la responsabilidad social de las empresas: una línea de actuación que -como todas las restantes- está así mismo sometida a las fuerzas que rigen la economía de la manipulación. Sometida, por tanto, a la influencia de las empresas que la utilizan como simple política de imagen y de marketing, que pueden generar también en este campo una presión competitiva que acabe convirtiéndose en tendencia general, como una nueva expresión de la Ley de Gresham (“la moneda mala expulsa a la buena”).
Ante todo ello, la conclusión de los autores es nítida. Se trata de un problema que sólo puede ser combatido con dos tipos de actuaciones: la exigencia que despliegue la sociedad civil, actuando como una “comunidad moral” que demanda honestidad a las empresas, y la presión de la ley, imponiendo comportamientos decentes por la fuerza legal. Ninguno de ellos fácil, como lo prueba el propio éxito de la economía de la manipulación, que a medida que se expande encuentra mayores recursos para sortear esos requisitos. Nada, a este respecto, tan positivo para fortalecer la manipulación como el aumento de la dimensión de las empresas, que a medida que crecen disponen de mayor poder de mercado: es decir, de mayor capacidad de generar en los consumidores la demanda que más las interesa, de mayor capacidad de información y manipulación y de mayor capacidad de condicionar a los gobiernos y distorsionar así la democracia.
Por eso, la lucha contra la economía de la manipulación pasa necesariamente no sólo por una regulación más severa, sino también por la limitación del poder (y de la dimensión) de las grandes empresas. Akerloff y Shiller -moderados académicos que simplemente denuncian las falacias dominantes en la ciencia que profesan- no lo dicen. Pero es difícil no extraer esa moraleja de su libro.
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