En principio, la corrupción política se produce cuando intervienen tres actores: el pueblo, que mal que bien deposita su confianza en los representantes a través de elecciones libres; los representantes, que presuntamente van a gestionar los asuntos y dineros públicos con vistas al bien común; y un tercer actor que ofrece ganancias a los representantes si le favorecen de una forma especial, quebrantando la ley. En este juego se escurre dinero público hacia cloacas privadas, y actualmente en cantidades astronómicas; un dinero que no solo es de todos, sino que además después se reclama a ciudadanos que forman parte del pueblo, y son los engañados por los otros dos actores.
De donde se sigue no solo el robo de dinero, no solo la violación de la legalidad, no solo el sacrificio de las capas más desprotegidas, sino también la quiebra de la confianza, ese capital ético tan difícil de generar y tan difícil de reponer cuando se ha perdido.
Por si faltara poco, esta forma de corrupción es la que se entiende técnicamente como corrupción política. Pero en la realidad cotidiana, la corrupción se amplía a todas aquellas ocasiones en que una actividad, sea política, bancaria, judicial o sanitaria, ha dejado de perseguir la meta por la que cobra legitimidad social y solo beneficia a los intereses particulares de algunos de los actores en juego, que defraudan la confianza de los demás. La corrupción de las actividades sociales, cuando las metas que deberían perseguir se cambian por el bien individual y grupal, aumenta la desmoralización de la sociedad.
A ello se añaden los privilegios de la clase política y de la financiera, inadmisibles en una sociedad democrática, regida por el principio de igualdad. Los ciudadanos reaccionan indignados ante los privilegios de unas élites que se aseguran una vida espléndida con solo unos años de profesión, que gozan de retiros millonarios después de haber gestionado un banco de forma tan pésima que ha quebrado, un banco al que se ha inyectado dinero público. Después de haber llevado a un país a la ruina, sueldos elevados, buena colocación, coche oficial. El mundo del privilegio sin justificación posible no tiene sentido en una sociedad democrática.
No hace falta detallar casos de corrupción ni tampoco privilegios injustificados, porque se han ganado a pulso estar en los medios de comunicación y en las redes todos los días. Pero sí que urge forjar una ética pública que sirva de antídoto frente a la corrupción.
Algunas sugerencias nacidas de esa ética para ir reforzando el vigor de la justicia serían las siguientes: reducir el número de políticos a lo estrictamente necesario; ajustar su intervención en la economía a lo indispensable para asegurar un Estado de Justicia; desarrollar mecanismos institucionales para descubrir la corrupción y combatirla, empezando por la Ley de Transparencia; las leyes deberían ser pocas, claras y tendría que asegurarse su cumplimiento; exigir que los corruptos y quienes han gestionado mal el dinero público lo devuelvan y que no tengan que asumir las deudas el Estado o la comunidad autónoma correspondiente; eliminar los privilegios de cuantos hacen uso de fondos públicos y equipararlos al resto de los ciudadanos; impedir que los procesos judiciales consistan en manipular el derecho en vez de tratar de administrar justicia; aumentar el nivel de rechazo de la población hacia este tipo de prácticas, empezando por los puestos de mayor poder y responsabilidad, que deben ser ejemplares.
Y convertir todo esto en hábito, en costumbre, en lo que va de suyo porque es lo justo y lo que nos corresponde como seres humanos. Eso es lo que significa “ética pública”, incorporar en el êthos, en el carácter de las personas y de los pueblos esas formas de actuar, que son las propias de gentes cabales.
La ética no es el clavo ardiendo al que se recurre al final de un artículo o de una conferencia cuando ya no se sabe qué decir. Es el oxígeno imprescindible para respirar, y es lamentable que solo lo echemos de menos cuando nos falta. Hace años, en la preparación de un congreso, los organizadores de un determinado partido montaron una mesa de economía, otra de derecho y otra de ética. Las de economía y derecho ocuparon las grandes salas de la planta baja, la ética quedó en una salita reducida del primer piso: en la superestructura. Pero acabó desbordándose de militantes que decían: es por esos valores por lo que ingresé en el partido. Ojalá esto siguiera siendo así.
Porque la ética pública consiste en gestionar con responsabilidad los dineros y las aspiraciones públicas, haciendo de la justicia la virtud soberana de la vida compartida. Incorporarla es cosa de toda la sociedad, pero las élites políticas, económicas y mediáticas tienen mayor poder y, por tanto, mayor responsabilidad.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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Gracias Mª José por compartir tu reflexión. Saludos,
Muchas gracias por abrir esta ventana!. Yo creo en la responsabilidad y la implicación de las personas individuales en todos los actos y decisiones que llevamos a cabo. Los privilegios de las élites, públicas o privadas, llevan necesariamente a la corrupción. Al ser humano le cuesta mucho reconocer que su individualidad solo tiene sentido si contribuye con inteligencia y bondad al desarrollo de lo colectivo y deja fuera cualquier interés particular. Gracias.
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