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Si hay algo que nos resulta sorprendente es oír afirmar tantas veces, tanto en público como en privado, a personas con grandes conocimientos y altas responsabilidades que la situación es muy difícil, compleja y mala; que en los últimos dos o tres años hemos bordeado el abismo varias veces, que lo seguimos bordeando; que se deben tomar decisiones muy difíciles y que no está claro que se estén haciendo los deberes necesarios para tomarlas de manera conveniente. Pero... pero que de ésta saldremos... entre otras razones de peso porque siempre hemos salido adelante.

Esta pirueta final, después de haber descrito una secuencia pasada y/o previsible cada vez más amenazadora resulta sorprendente, especialmente a los que no tenemos ni una perspectiva bastante elevada ni pertenecemos a redes selectas, y nos limitamos a leer y a escuchar con un mínimo de atención. Quizá nos faltan datos, perspectivas y capacidad. Pero hemos ido bastante al circo como para no entender demasiado cómo, una vez nos han dicho que estamos casi sin red, debamos asistir ahora a la pirueta sin sufrir o preocuparnos porque seguro que no nos haremos daño.

Tanto oír hablar de que vivimos al borde del abismo nos ha hecho recordar aquella clásica secuencia de Rebelde sin causa donde los coches corren a toda velocidad hacia el abismo, sabiendo que lo hacen, pero con la confianza de que nadie es tan tonto como para matarse de esta manera y, por consiguiente, saltará del coche a tiempo. Claro que esta confianza se apoya en dos supuestos que se deben demostrar: que la capacidad de los humanos de hacer el imbécil tiene límites auto-regulables; y que llegados a una situación extrema de verdad no habrá imponderables que nos impidan saltar del coche. No hace falta recordar cómo termina la secuencia de la película mencionada.

Esta situación tiene dos aspectos de gran importancia, que no son los que ahora queremos plantear, aunque no queremos descuidarlos. En primer lugar, la irresponsabilidad que puede suponer -especialmente cuando se ocupa un lugar relevante en el espacio público político, económico o social- pintar sólo escenarios negros y depresivos, sin proponer un horizonte creíble y fundamentado que movilice las energías positivas imprescindibles para salir adelante. En segundo lugar, los apologetas del optimismo apoyado en la supuesta evidencia empírica de que siempre salimos adelante no suelen prestar atención al precio en vidas humanas que se paga por ello. Puede que al final el sistema se rehaga, pero no debería hacerlo con la impune inconsciència de que -en palabras de Bauman- los desechos humanos que genera no son más que una especie de daños colaterales irremediables.

Dos responsabilidades, pues, cuando transitamos junto al abismo. Primera, la de captar las potencialidades presentes y latentes, y los recursos y capacidades disponibles y activables de los que disponemos, y ofrecerles una perspectiva que genere energía para actuar y dar sentido a la acción. Y, segunda, la de acabar con el cinismo de decir que el precio humano que se paga para apartarse de él (que a veces es un precio que abarca una generación) es justificable y olvidable, hasta el punto que nos conformamos con la impunidad de quienes nos han dejado a todos a punto para despeñarnos, pero disponiendo ellos de paracaídas.

¿Y si no salimos de ésta? Debemos empezar a plantearnos que lo peor es posible y, sobre todo, dejar de pensar que apartarnos del abismo consistirà en volver a como estábamos antes: nada será como antes. El exceso de confianza en nuestras capacidades como especie para gestionar la complejidad hace que asumamos riesgos (financieros, ambientales, tecnológicos, etc.) que pueden ser irreversibles: como siempre acabamos saliendo de una manera u otra... Esta creencia, a fin de cuentas, no es más que un incentivo para hacerla cada vez más gorda: como al final no pasa nada, por un lado, ni les pasa nada a quienes han contribuido directamente, por otro... Debemos asumir que salir adelante debe comportar transformaciones importantes en nuestras maneras de hacer, pensar, sentir y organizarnos; colectivamente y personalmente.

No estamos diciendo que debamos vivir atemorizados, dominados por el miedo. El miedo es un estado de ánimo colectivo delicado, que ya sabemos que suele desembocar en el populismo. Pero quizá conviene empezar a revisar la creencia implícita de que no hay que sufrir, que al final siempre acabamos saliendo indemnes. Desengañémonos: lo peor es posible, y lo habremos generado nosotros. Por nuestra alegre y confiada inconsciencia de irnos acercando al abismo creyendo que al final nunca pasa nada. Y, peor aún, creyendo que cuando nos íbamos acercando rápidamente era cuando de verdad íbamos bien.

[Artículo publicado con Àngel Castiñeira en el diario AVUI el 21.10]

www.josepmlozano.cat

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