A finales del pasado junio se produjo un acontecimiento que, pese a su importancia, no tuvo el eco merecido en los medios: el Consejo de Derechos Humanos de la ONU aprobó (sorprendentemente para muchos) una resolución para la elaboración de un marco regulatorio obligatorio del respeto de los derechos humanos y del medio ambiente por las empresas transnacionales. La propuesta contó con el apoyo de 20 países, el rechazo de 14 y la abstención de 13.
Al margen de las escasas posibilidades de éxito que cabe esperar para la resolución, merece la pena reparar en los países que votaron en contra (y que con toda seguridad impedirán su puesta en práctica): Estados Unidos, buena parte de la Unión Europea, Japón y Corea del Sur. Los que constituyen las sedes de la mayoría de las principales empresas transnacionales existentes. Una vez más, los gobiernos de las naciones más desarrolladas ratifican su negativa a cualquier forma de control internacional a sus grandes empresas: hagan lo que hagan fuera de sus fronteras, son intocables.
No es, desde luego, nada nuevo. Reitera, más aún que la relevancia que para ellos tienen sus transnacionales, su estrecha dependencia de ellas. Un dato más -pese a la resolución de la ONU- para que los aficionados neuróticos a la ciencia ficción nos reafirmemos en la sospecha de que el mundo se encamina velozmente hacia la distopía de la inolvidable “Blade Runner”: una sociedad de intenso avance tecnológico regida por grandes corporaciones mundiales capaces de controlar prácticamente todos los aspectos de la vida y que conforman sin ambages el gobierno del mundo. Así sucede en la economía, en la que grandes oligopolios transnacionales dominan crecientemente prácticamente todos los sectores, en una competencia entre gigantes que convierte en caricatura el mercado, que hace de los consumidores rendidos rehenes de sus estrategias y que deja en sus manos el marco normativo de la economía de muchos países. Así sucede en la política, con gobiernos dependientes también cada día más de las grandes empresas transnacionales, que condicionan estrechamente sus decisiones y desbordan sus ámbitos de decisión, haciendo de los gobernantes simples gestores de sus intereses o impotentes ilusos. Así sucede también en la vida social y cultural, en las que se expanden formas de socialización, religación, conocimiento, información y entretenimiento igualmente controladas por ellas e inductoras de comportamientos, ideas, creencias y actitudes funcionales para sus intereses.
No es, por fortuna, un panorama sin fisuras; pero no es sólo ciencia ficción. Es la tendencia dominante del mundo en que vivimos. Un mundo dominado por grandes empresas.
En cierta medida, buena parte de la desbordante literatura sobre la “responsabilidad social corporativa” (RSC) parece compartir la apreciación, pero viéndola como un fenómeno positivo. Las grandes empresas transnacionales serían conscientes de ese poder y estarían aprendiendo a asumirlo responsablemente. En eso consistiría la RSC: la toma de conciencia de las múltiples responsabilidades que frente a todos los sectores afectados por su actividad y frente al conjunto de la sociedad tienen esos poderes casi omnímodos. Una toma de conciencia que -para la concepción empresarial de la RSC-respondería sobre todo a un factor objetivo: su interés para la propia gran empresa, porque la posibilita mejoras de diferenciación, reputación y calidad de gestión que fortalecen a la larga su competitividad y su capacidad de generación de valor. Un razonamiento al que, en teoría, no debería resistirse ninguna empresa inteligente y con ambición de permanencia.
Desde esta perspectiva, podríamos estar tranquilos: ciertamente el gobierno de las grandes corporaciones puede no ser un modelo de democracia, pero sería un muy razonable régimen de benévolo despotismo ilustrado, sensible a los intereses de todos los afectados e incluso participativo (a través de la receptividad a las demandas que una empresa responsable debe mantener frente a todos sus grupos de interés).
Lástima que la realidad no acompañe tan bella ensoñación: como se ha puesto de relieve repetidamente -y como yo mismo he señalado en algún otro momento-, los años de expansión y consolidación de la RSC en las grandes empresas no han visto reducirse en modo alguno -sino todo lo contrario- las malas prácticas de todo tipo, los atentados a la ética y los impactos socio-ambientales negativos de las grandes empresas. Más aún, nunca en la historia del capitalismo moderno se han producido este tipo de actuaciones con tanta intensidad, gravedad y generalización. Algo que no es sólo una flagrante contradicción con los discursos sobre la RSC que en muchos -muchísimos- casos las mismas empresas han venido voceando, sino un fenómeno perfectamente coherente con la realidad económica dominante: un resultado en buena medida inapelable de las tendencias que han venido imponiéndose cada vez con mayor intensidad en las últimas décadas en el ámbito de las grandes empresas.
En efecto, en el contexto de la globalización económica y de la extraordinaria expansión de las finanzas que viene experimentándose desde la década de los 80 del pasado siglo, se ha ido consolidando un fenómeno determinante para el gobierno y la gestión empresariales, y muy especialmente de las grandes empresas: el no menos extraordinario crecimiento de los llamados inversores institucionales (básicamente, fondos de inversión, fondos soberanos, fondos de pensiones, fondos de grandes patrimonios y fondos de alto riesgo, pero también compañías aseguradoras). Se trata de entidades que adquieren cantidades considerables de deuda y de capital de las grandes empresas, pero actuando casi siempre con criterios de maximización de la rentabilidad a corto plazo –la inversión de verdad socialmente responsable no es todavía más que una anécdota-, de mínima implicación en la gestión de las empresas en las que invierten, de diversificación de las inversiones y de preservación de la liquidez, buscando no sólo rendimientos elevados, sino los más elevados posibles, atendiendo al coste de oportunidad de sus inversiones y moviéndose de un destino a otro con rapidez cibernética (y a escala mundial) para conseguirlos. Penalizando, por tanto, no sólo a las empresas poco rentables, sino incluso a las que no alcanzan la rentabilidad máxima posible para el inversor. Algo que ha acabado incidiendo muy severamente en los modelos de gestión de las grandes empresas, cada vez más dependientes de los mercados financieros internacionales y orientados por ellos a comportamientos crecientemente cortoplacistas (entre ellos, durísimas políticas laborales) focalizados a la generación de beneficios forzados y a la maximización permanente del valor de la acción (vid. sobre esto Álvarez y Medialdea). Y ello pese a las proclamas de RSC que en paralelo casi todas han venido sosteniendo, defendiendo precisamente lo contrario: combatir la prioridad al corto plazo y atender equitativamente a los intereses de todos los grupos de interés.
De forma que la intensificación del cortoplacismo y, subsiguientemente, de las malas prácticas y de la irresponsabilidad social general en muchas grandes empresas a lo largo de la última década no es algo ni anecdótico ni circunstancial ni fruto de las torcidas ambiciones de algunos directivos. Responden a causas objetivas: en buena medida -aunque no sólo- a los cambios estructurales que ha experimentado el sistema económico en esos años, y muy especialmente a la extensión de la financiarización de la economía, generadora de transformaciones cualitativas en el conjunto del sistema y en los comportamientos de sus agentes: entre ellos, como se ha apuntado, cambios sustanciales en la forma de gestión de las grandes empresas en sentido inequívocamente opuesto al sostenido por la filosofía de la RSC. Cambios en la forma de gestión que determinan -o incentivan poderosamente- los comportamientos irresponsables.
Ante esta situación, no estaría de más preguntarse con seriedad por las razones del paralelo auge del discurso de la RSC y de su aparente aceptación por la inmensa mayoría de las grandes empresas trasnacionales: ¿simple sana voluntad de corregir los desafueros impulsados por las tendencias mencionadas?
Sea como fuere, debería contribuir también todo lo anterior a que se recordara algo obvio, pero que con frecuencia se olvida: como no puede dejar de ser, y por encima de casos particulares, la generalizada irresponsabilidad social de muchas grandes empresas es el resultado consecuente de la lógica de funcionamiento de un sistema que la propicia. No parece sensato, por ello, tratar de combatirla sólo en base a apelaciones a la buena voluntad de las empresas y a su presunto interés a largo plazo. Porque, aun suponiendo que la RSC sea económicamente funcional a la larga para las empresas y que éstas sean capaces de apreciarlo -lo que es mucho suponer-, ese mismo sistema no permite a las empresas -o penaliza severamente- la paciencia suficiente para esperar y priorizar los resultados que a largo plazo puede posibilitar la RSC frente a las urgencias -las exigencias, los beneficios y los costes- del corto plazo.
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