Comunidad ÉTNOR

Foro de debate sobre ética y responsabilidad social en empresas y organizaciones

 

¿Qué opinión le merece cobrar (o pagar) por… tener una celda más cómoda en la cárcel; tener el número del teléfono móvil del médico; los derechos de emisión de CO2; ceder una parte del propio cuerpo para publicidad (tatuada o no); hacer (por ejemplo: un sin techo) una larga cola de horas en lugar de otra persona; leer un libro (un alumno de primaria o secundaria, en tanto que alumno); pedir perdón en representación de otra persona; poner a tu hijo el nombre de una empresa; darle a un estadio el nombre de una empresa; un riñón para ser trasplantado; dar sangre; sustituir los regalos a otra persona por dinero; esterilizarse; sacar buenas notas; hacer tareas domésticas por parte de un miembro de la familia; cazar animales en peligro de extinción; un doctorado honoris causa; aceptar en el propio municipio lo que nadie acepta (nucleares, cárceles…); crear un mercado de futuros sobre terrorismo; los palcos vip en los estadios; darle el nombre a un parque…? Y así podríamos seguir.

Éstas son solo algunas de las situaciones que plantea M. Sandel en Lo que el dinero no puede comprar. Pero la deliberación sobre ellas es el camino a través del cual aborda la cuestión que da título a su libro. Una cuestión que nos desafía a través de cada una de las situaciones como las citadas, con independencia de la respuesta que le demos. Una cuestión que, de hecho, se desdobla en dos: lo que el dinero no puede comprar y lo que el dinero no debería comprar. Porque al final el debate se sitúa en si no debería comprar lo que, de hecho, a veces puede comprar.

Dicho con otras palabras: ¿hemos pasado de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado? Y, caso de que sea así, ¿cómo ha ocurrido eso y qué consecuencias tiene? Reconozcamos sin problemas que el mercado responde a la lógica del intercambio. Sin problemas… pero no sin problematizarlo: cierto que el mercado organiza el intercambio, pero sin discutir las preferencias que se expresan en él. Y la confusión aparece cuando creemos que el intercambio no afecta a los bienes que se intercambian. Hay bienes que se corrompen si se tratan como mercancías. Y eso es así aunque haya un acuerdo libre entre quienes realizan el intercambio. Obviamente esto genera y requiere un debate (atención: y también una deliberación) sobre dichos bienes y la relación que se establece a través de ellos. Un debate que es propio del espacio público que construimos y compartimos entre todos, si no hemos llegado al deterioro mental de confundir lo público con lo político.

Expresar preferencias no dispensa de deliberar sobre cómo vivir bien, sobre en qué consiste la vida buena, sobre cómo (no) vale la pena vivir. Los mercados no juzgan los deseos y necesidades que satisfacen y cómo lo hacen, pero los humanos sí, a menos que dejen de ser humanos. Afirmar que hay maneras de tratar a ciertos bienes que los corrompen significa que hay diversas maneras de valorarlos: vuelva a leer la lista del primer párrafo y dé una respuesta a cada uno de los que allí se enuncian… y piense en qué razones y valores sostienen su respuesta.

En todo lo anterior está implícita una comprensión ampliada de lo que entendemos por corrupción: no se trata tan solo de obtener algo ilícitamente mediante alguna contraprestación, sino también degradar una práctica social o un bien. Porque el mercado no es un instrumento inocente ni neutro sino que, al tratar cualquier motivación como preferencia, puede llegar a contaminar los bienes que incorpora a su dinámica de intercambio.

Todo lo anterior comporta repensar y reconocer las limitaciones de una cierta idea de justicia. Habitualmente reducimos la valoración de una intercambio a las condiciones del trato: si hay igualdad y consentimiento informado por parte de los adultos que lo llevan a cabo, no hay nada más que añadir. Todo se juega en la vigilancia de que en el intercambio no haya coerción ni desigualdad. Cumplidas estas condiciones, ya está todo dicho, y el mercado juega su papel. Lo que aquí se plantea al hablar de corrupción es que el mero hecho de introducir una dinámica mercantil en lo que se refiere a determinados bienes o relaciones los trastoca, degrada y corrompe, aunque cumplan las condiciones de justicia. Hablar y deliberar públicamente de lo que el mercado no puede comprar significa simplemente, que por el hecho de que un bien o una relación se incorpore de manera ajustada a la dinámica del mercado no puede ni debe dejar en suspenso la deliberación sobre si –precisamente- el mero hecho de incorporarlos a la dinámica del mercado provoca su corrupción, y no simplemente el cómo se manejan en el mercado.

Este tipo de debates nos permitiría abordar de manera diferente, por ejemplo, algunos de los tópicos en los que nos hemos instalado para entender la crisis en la que estamos inmersos. Entre ellos, la idea de que todo ha sido debido a un exceso de codicia. Sin descartarlo, por supuesto, pero sin olvidar que éste enfoque nos reduce el problema a una cuestión de virtudes personales, y nos libera de cualquier consideración sobre el sistema y los marcos institucionales que la han propiciado. A lo mejor el problema no ha sido solo la codicia, si no la progresiva invasión y colonización de la lógica del mercado sobre bienes y relaciones en los que no debería entrar. No es simplemente un problema de (des)moralización, sino de ajustar al mercado a los ámbitos que le corresponden. Se trata de ser una economía de mercado, no una sociedad de mercado.

Al fin y al cabo, debatir y deliberar sobre lo que el dinero no puede comprar nos obliga a no enfrentarnos con un sometimiento vacuno la pregunta sobre en qué sociedad queremos vivir.

www.josepmlozano.cat

@JosepMLozano

 

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