En el marco de los sinsabores que deparan las disputas de las izquierdas del país, surgen a veces noticias positivas: por ejemplo, la relevancia que el programa de Pedro Sánchez concede a las distorsiones que provocan las muy grandes empresas (“Poner coto al poder abusivo de los oligopolios”). Aunque planteado de forma muy breve y seguramente demasiado genérica, apunta bien a un problema de indudable importancia, y no sólo económica (asunto diferente es si el PSOE “realmente existente” es capaz de asumirlo con una mínima coherencia).
En efecto, concretar políticas factibles que permitan limitar el poder de las muy grandes empresas en las sociedades contemporáneas es -pensamos muchos- un desafío esencial de todo proyecto progresista: tanto para reducir las distorsiones e ineficiencias múltiples que generan en el funcionamiento del mercado como para combatir el deterioro de la democracia que su capacidad de influencia (económica, social, política, cultural...) provoca.
Algo, por cierto, que trasciende en mucho a la tan gastada polémica sobre la responsabilidad social corporativa (RSC), porque las malas prácticas de todo tipo de las grandes empresas que la RSC (en teoría) pretende mitigar son una expresión de ese poder y del conjunto del sistema económico que lo posibilita. Razón por la que esas actuaciones socialmente negativas de las grandes empresas no sólo dependen de ellas mismas, sino que en buena medida están condicionadas por el conjunto del sistema económico en el que se desenvuelven. Por eso, los intentos de limitar y mitigar esos malos comportamientos no pueden afrontarse sólo desde planteamientos estrictamente centrados en la empresa -como son los de la RSC-, porque dependen de factores contra los que la RSC no está concebida y, por tanto, es impotente. Para revertir de verdad las malas prácticas y las malas influencias corporativas la filosofía de la RSC no basta. Hace falta algo más (y mucho más complejo): una permanente actuación de gobiernos, organismos internacionales y sociedades civiles de freno, control, compensación y reducción del desmesurado poder corporativo.
Ésa -me permito pensar- debería ser la perspectiva de la izquierda en relación con las grandes corporaciones. Y creo que la buena noticia a la que aludía al principio es que se trata de la perspectiva en que se apunta este tema en el programa mencionado. Una perspectiva, sin duda, eminentemente política, que no siempre ha estado presente en el PSOE en años recientes.
Una perspectiva, por otra parte, que debería conducir a centrar la atención en los elementos del sistema económico que condicionan de forma más taxativa los comportamientos empresariales, porque de la capacidad de incidencia política en ellos dependerá, en buena lógica, la capacidad de controlar y mejorar dichos comportamientos. Y esto es algo que obliga a pensar en la importancia crucial en nuestro tiempo de la influencia que en los comportamientos de las grandes corporaciones tienen los mercados financieros -lo que ya no está tan patente en el programa en cuestión, aunque creo que en absoluto está en contradicción con él-. Mercados que desempeñan una posición hegemónica en el conjunto del sistema y que tienen una potente capacidad de condicionamiento en los objetivos, estrategias y comportamientos empresariales: tanto por la forma en que determinan la financiación y la inversión que se canaliza a cada empresa y a cada proyecto empresarial como por la influencia en que, gracias a ello, ejercen sobre los sistemas de gobierno coprorativo.
A este respecto, en esta influencia empresarial de las finanzas (el conjunto formado por la banca, el sector financiero extra-bancario, los mercados financieros y de capitales e incluso la propia actividad financiera de muchas grandes empresas no financieras ) hay que reparar en dos hitos esenciales: el crecimiento espectacular que han venido experimentando desde la década de 1980, que las ha convertido en el segmento dominante -o al menos, uno de los dominantes- de la economía, y la profunda transformación que se ha producido en su seno, con un protagonismo cada vez mayor de los mercados de capitales, de la operativa de banca de inversión y de nuevos actores, muy especialmente los llamados inversores institucionales (tras los que, no se olvide, en muchas ocasiones está de una forma u otra la banca), a los que deben añadirse otros complementarios crecientemente necesarios para la operativa emergente (agencias de calificación, firmas de auditoría, consultoras de inversión y de riesgo, brokers, traders...).
Todos estos cambios han contribuido a desarrollar nuevas formas de financiación de las grandes empresas de importancia creciente: a través, fundamentalmente, de los mercados de capitales y en detrimento de la tradicional financiación bancaria. Nuevas formas de financiación que han supuesto también nuevas formas de condicionamiento de la actividad empresarial. Un fenómeno especialmente intenso en EE.UU. y en los países anglosajones, pero evidente también en todos los desarrollados y en muchos emergentes. Aunque en muchos de ellos no se ha producido una dependencia de los mercados de capitales tan intensa y se ha mantenido una fuerte vinculación con la banca, la globalización financiera ha ido socavando paulatinamente la independencia de los mercados financieros y de capitales nacionales, imponiendo claramente el modelo financiero anglosajón. El predominio de los mercados en la financiación de las grandes empresas ha acabado condicionando de forma decisiva sus objetivos, su estructura, su forma de gobierno y sus estrategias, impulsando el modelo de empresa que mejor se acomoda a sus objetivos.
Se trata de un modelo de empresa orientado prioritariamente a los intereses de los accionistas, que impone como objetivo unidimensional la maximización del beneficio o, más aún, la maximización del valor accionarial. Un modelo que entiende a la empresa como una cartera de activos que los propietarios/inversores/financiadores buscan rentabilizar al máximo, pretendiendo la búsqueda sistemática de beneficios extraordinarios, forzando para ello el valor de la acción y un intenso crecimiento del reparto de dividendos (y del peso de éstos en el conjunto del excedente empresarial). Algo que se extiende imparablemente en el conjunto empresarial -porque es muy difícil resistir la competencia de las altas rentabilidades a corto plazo- y que se complementa con la tendencia a incrementar el peso de las inversiones y de las actividades financieras, que habitualmente posibilitan rendimientos mayores que las productivas. En suma, y como ya han destacado suficientemente muchos analistas, las nuevas formas de financiación abocan a la generalización de un modelo de empresa caracterizado por la priorización de estrategias dominantemente financieras: a la financiarización de las grandes empresas.
Al margen de que la pretendida soberanía de los accionistas no implica en modo alguno que sean todos los accionistas los máximos beneficiarios de este modelo de empresa1, es una forma de entender la gestión que inevitablemente generaliza en las grandes empresas tendencias de inequívocos efectos negativos para el conjunto de la economía y para la propia sostenibilidad empresarial a largo plazo. Ante todo, un exacerbado cortoplacismo: en la medida en que segmentos crecientemente básicos de los mercados financieros (mercados de capitales, determinados inversores institucionales, banca de inversión...) tienen un carácter muy cortoplacista y en la medida también en que la gran banca comercial está cada vez más condicionada por esos mismos segmentos, el conjunto de los mercados financieros prioriza cada vez más la búsqueda de beneficios inmediatos, penalizando en consecuencia las estrategias empresariales más orientadas al largo plazo. Como también se ha evidenciado abundantemente, la financiación vía mercados no prioriza la solidez productiva y la competitividad de las empresas a las que se dirige, sino el incremento rápido de su valor accionarial, en buena medida para materializar lo antes posible plusvalías. Se inocula así en las empresas una lógica predominantemente financiera y cortoplacista de graves consecuencias a la larga, tanto a nivel general como para las propias empresas afectadas. Una lógica -como antes apuntaba- que se produce no sólo a través de los criterios con que se concede la financiación directa, sino también de forma indirecta a través de la influencia de los mercados financieros en la consolidación de un modelo de gobierno empresarial inherentemente vulnerable a las tentaciones del cortoplacismo y de la maximización del beneficio.
Pero los efectos negativos que comporta el modelo de empresa que imponen los mercados financieros -también hay numerosos estudios que lo evidencian- son mucho más amplios. Sin ningún ánimo de originalidad, cabe destacar entre ellos elementos como los siguientes: una tendencia generalizada al incremento del peso de los dividendos en el excedente (en el contexto de una reorientación estratégica desde la prioridad de la reinversión hacia la prioridad de repartir los beneficios al máximo posible), un permanente freno a la inversión poductiva, una contínua propensión al endeudamiento y a la reducción de los fondos propios (para potenciar la mayor rentabilidad a corto plazo del capital invertido), una intensificación de fenómenos como la externalización, la subcontratación y la deslocalización y una obsesión general por la reducción de los costes laborales (y de las condiciones y derechos de los trabajadores), así como un extendido desprecio por las externalidades sociales y ambientales de la actividad empresarial. Estrategias todas de incremento de la rentabilidad inmediata, pero que acaban teniendo evidentes consecuencias perjudiciales en el tejido económico nacional, al tiempo que impulsan una concentración empresarial muchas veces artificial e ineficiente (porque los mercados y la búsqueda del beneficio inmediato propician fusiones y adquisiciones por razones ajenas a la eficiencia empresarial). Todo ello en el marco de criterios de gestión hiper-arriesgados e irresponsables, estimulados por la obsesión por la maximización del beneficio inmediato.
En definitiva, y por encima de la generalización del discurso de la RSC, estamos ante un evidente fomento por las finanzas de comportamientos empresariales cortoplacistas y despreocupados en la práctica de sus efectos en la sociedad y de una paralela penalización de la gestión con criterios de equilibrio y de largo plazo: de la penalización de lo que se entiende como responsabilidad social y sostenibilidad empresariales.
Es ésta la razón por la que el combate de esta irresponsabilidad exige no sólo actuaciones directas frente a las empresas que desarrollan malas prácticas, sino también actuaciones frente a los mercados financieros que las incentivan. Algo que requiere incidir en el grado de influencia de estos mercados en las grandes empresas y en la forma en la que las financian, en el marco de un control público más eficaz de su funcionamiento, de su cortoplacismo y de su capacidad de crecimiento. Es decir, desarrollar nuevos mecanismos de regulación de las finanzas orientados fundamentalmente a favorecer la perspectiva de largo plazo y que permitan a las empresas “salir de la lógica financiera”2 (o al menos, mitigarla).
En definitiva, y volviendo a los programas económicos de los partidos que se reclaman de izquierda: si quieren de verdad limitar la irresponsabilidad social de las grandes corporaciones y su inmensa y multidimensional capacidad de influencia, no pueden dejar de lado -sin duda, entre muchos otros aspectos- la necesidad de un mayor control político de los mercados financieros.
* Artículo publicado inicialmente en Contexto y en Ágora.
1En general, no lo han sido los pequeños accionistas ni los accionistas más estables, porque -según revela la evidencia empírica más consistente- este modelo de empresa perjudica a la larga a la propia empresa, sino que los verdaderos ganadores han resultado ser los accionistas más volátiles, especializados en conseguir plusvalías a corto plazo de sus inversiones (y muy destacadamente, los inversores institucionales) y la gran banca (frecuentemente detrás de estos inversores y que ha encontrado una potente fuente de beneficios en la intermediación bursátil y en el asesoramiento en operaciones corporativas), así como los altos directivos, a los que los accionistas dominantes tratan de alinear con sus intereses a través de retribuciones variables escandalosamente altas que retroalimentan el carácter cortoplacista y de alto riesgo de la gestión empresarial.
2Expresión de G. Colletis: “La finance est-elle en train de tuer l’industrie?”, Alternatives Económiques, 01/05/2012.
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