Permítanme recordar de entrada la diferencia básica en la concepción de la RSE que tienen empresas y organizaciones sociales. Frente al planteamiento crudamente instrumental que de ella hacen, en general, las empresas (basada en sus virtualidades para la propia empresa), muchas organizaciones sociales defienden (defendemos) una aproximación esencialmente moral: como una exigencia de ética y de justicia, porque sin ella no es posible que la empresa (y sobre todo la grande) mantenga unas relaciones de mínima ética y de mínima justicia con todos los colectivos con los que se relaciona.
Como no es difícil imaginar, esa diferente concepción comporta actitudes muy diferentes ante la RSE: las empresas la consideran algo eminentemente voluntario, adicional y diferente a las exigencias legales (que, naturalmente, deben ser las menores posibles). Las organizaciones sociales, por el contrario, aceptando por descontado que es muy deseable que las empresas superen las exigencias legales en sus comportamientos y compartiendo la convicción de que la RSE puede resultar positiva a la larga para las empresas, consideran que dentro de este concepto figuran aspectos absolutamente básicos, incuestionables e innegociables: aspectos que, por su importancia para la calidad de la vida y la dignidad de las partes afectadas, no pueden ser dejados al libre albedrío de las empresas, por bien intencionadas que sean, sino que necesariamente deben ser exigidos por la ley.
En esos aspectos no hay más remedio que establecer un suelo regulatorio riguroso y exigente, si es que queremos evitar con carácter general actuaciones empresariales negativas para la sociedad o para determinadas partes interesadas. Y ello tanto a nivel nacional como internacional (lo que constituye, sin duda, el principal caballo de batalla de la RSE en la actualidad). No se trata, por tanto, de regular la RSE (algo sin sentido, si se entiende bien lo que es), sino de regular adecuadamente los mínimos exigibles en esos ámbitos cruciales.
Sin esa regulación, los abusos, las infamias e incluso los desastres dramáticos serán ineludibles, porque la irresistible lógica del beneficio y de la competencia que -sin el adecuado freno regulador- domina en el mercado acabará imponiéndolos. Y frente a esa lógica no es sensato ni decente remitirse sólo a la voluntariedad de las empresas “responsables”: frente a esa lógica sólo cabe la imposición legal.
Merece la pena recordar todo lo anterior a la vista del proyecto de Plan de Empresa y Derechos Humanos que está preparando la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación del Gobierno de España, cuya primera versión se presentó a finales del pasado mes de junio. Y merece recordarlo porque los derechos humanos constituyen precisamente el núcleo esencial de esos aspectos básicos e irrenunciables de la RSE que antes comentaba.
Desde esta perspectiva, el borrador del Plan -pese a sus aspectos indudablemente positivos- no deja de ser decepcionante para quienes aspiramos a un cambio efectivo en la forma en la que las empresas (y sobre todo las grandes) encaran la obligación moral de respetar los derechos humanos. Como se anunció desde un principio, el proyecto se basa estrechamente en los “Principios Rectores sobre las empresas y los derechos humanos” elaborados por el Representante Especial del Secretario General de Naciones Unidas para la cuestión de los derechos humanos (DD.HH en adelante.) y las empresas, John Ruggie, aprobados el 16 de junio de 2011 por el Consejo de DD.HH. de NN.UU. Unos Principios que comportan avances indudables en el respeto de los DD.HH. por parte de las empresas, pero que -aparte de otros aspectos cuestionables- contienen dos debilidades fundamentales: carecen de naturaleza vinculante (tanto para los Estados como para las empresas) y no proponen mecanismos jurídicos adicionales para exigir legalmente el respeto de los DD.HH. en la esfera internacional (es decir, no crean nuevas obligaciones de Derecho Internacional).
Al margen de las muchas otras cuestiones debatibles -positivas y negativas-, el Plan del Gobierno español hereda inevitablemente la segunda debilidad, al tiempo que no combate mínimamente la primera. Antes bien, mantiene una perspectiva eminentemente voluntaria para las empresas: señala los procedimientos deseables y convenientes para que desarrollen buenas prácticas en esta materia, pero las plantea como simplemente deseables y convenientes. Y no da el paso que sería esencial: reflejar que el respeto de los DDHH es obligatorio y, por lo tanto, rigurosamente exigible en términos legales (en toda su cadena de valor y también en su operativa exterior), siendo, en consecuencia, penalizable su incumplimiento y exigibles también las reparaciones que correspondan. Es verdad que el borrador recoge muchas expresiones en las que se recuerda el deber de las empresas y en las que se apunta la posibilidad de líneas de regulación públicas, pero las formula de una forma tan genérica y ambigua que no pasan de ser manifestaciones de buenos deseos, sin ninguna concreción práctica.
En estas circunstancias, parece difícil que el Plan no acabe convirtiéndose en un documento voluntarista más. Un plan quizás útil para impulsar en las grandes empresas más conscientes políticas formales (y voluntarias) de DD.HH. (lo que no es despreciable), pero claramente incapaz de obligar a todas a un respeto riguroso de estos derechos. Algo que se debería entender (y que el Plan debería contemplar) como una exigencia incondicional y absolutamente prioritaria: “como -en palabras de la profesora Adela Cortina- una obligación de justicia básica, no como una opción voluntaria”. Es decir, como un requisito que no puede subordinarse a ninguna otra condición, aunque ello afecte seriamente a la rentabilidad de un proyecto empresarial. Porque su respeto es una exigencia moral absoluta. Y no puede admitirse ningún proyecto empresarial cuya viabilidad dependa de que se vulnere en alguna medida ese precepto básico ni puede considerarse decente ninguna empresa que no cumpla rigurosamente con él.
Ciertamente, se trata de un criterio de muy difícil exigibilidad práctica en el mundo global en el que vivimos. Pero al menos una intención clara de avanzar en este sentido es lo que muchos quisiéramos ver en el Plan de Empresas y Derechos Humanos del Gobierno: la voluntad política de imponer legalmente esta exigencia moral, aunque el Estado no sea plenamente capaz de aplicarla en la práctica en muchos casos. Pero dejando claro que su incumplimiento convierte también en ilegales (no sólo irresponsables) a las empresas que en él incurran.
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