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La última película del gran Martin Scorsese (“El lobo de Wall Street”) ha vuelto a poner de actualidad la locura desenfrenada por la que atravesó buena parte del sistema financiero durante la década de los 90 del siglo pasado. Y lo hace, sin duda, de forma magistral. Es la historia -increíble si no fuera cierta- de uno de los mayores estafadores de la especulación financiera norteamericana de esos años (Jordan Belfort), narrada a partir de sus memorias: una especie de Bernard Madoff (al que parece aludir la contemporánea y también espléndida “Blue Jasmine” de Woody Allen), pero absolutamente desenfrenado y esperpéntico hasta lo que resulta casi una parodia (pero que siempre es real).

Recordemos muy brevemente: Belfort, un joven arribista verdaderamente de película, hizo una obscena y súbita fortuna especulando en bolsa, vendiendo bonos basura y engañando a sus clientes con sus inversiones (con manipulaciones no muy diferentes a las de Madoff), convirtiéndose además en un ejemplo de los excesos (lujos extravagantes, despilfarros inicuos, alcohol, drogas, sexo…) del Wall Street de la burbuja financiera. Pronto, su forma de vida y sus métodos llamaron la atención del FBI, que inició una investigación mientras seguía acumulando millones y exhibiendo excentricidades. Finalmente, fue procesado por un delito de malversación de casi 150 millones de dólares a sus clientes, siendo condenado a varios años de cárcel, de los que sólo cumplió 22 meses (¡qué alivio que estas cosas no sólo sucedan en España!). Una caricatura, como ha afirmado Leonardo di Caprio (su alter ego en la pantalla), de un moderno Calígula enloquecido por la riqueza.

Pero la obra de Scorsese ha vuelto también a poner sobre el tapete (y a incentivar) una meliflua línea de interpretación de la crisis financiera muy extendida y que no deberíamos dejar pasar sin respuesta: la crisis como resultado de la falta de principios, de la enloquecida forma de gestión e incluso de las prácticas simplemente delictivas de algunos agentes destacados (y desbocados) del sistema financiero.  En definitiva, la crisis como producto de la irresponsabilidad y de la inmoralidad no de un sistema, sino de los excesos de determinados actores que se saltaron las normas éticas y/o legales de ese sistema.

¡Qué consolador! El problema sería sólo el efecto de algunos individuos y, todo lo más, de una relajación de la supervisión de las conductas individuales. “Golfos providenciales”[1], lobos despiadados de las finanzas oscuras, que vienen muy bien como chivos expiatorios (ciertamente despreciables) sobre cuyos comportamientos patentemente anómalos se puede descargar la crítica, eludiendo el cuestionamiento del sistema que ha favorecido su aparición y que, al margen de esas excepcionalidades, ha impulsado la generalización de entidades, productos, mercados y comportamientos en el sistema financiero que han sido los causantes reales de la crisis.

Desde luego, es inevitable irritarse frente a personajes tan desmedidos; y es sano y obligado denunciarles. Pero no deberíamos olvidar que no son sino los casos más flagrantes y a veces estrambóticos de una lógica que ha conducido de forma muy extendida a actuaciones socialmente muy perniciosas, incluso en gran parte de las entidades financieras aparentemente más respetables. 

No es nada casual. Ha sido básicamente el resultado inevitable de dos factores ya archiconocidos: la fuerza de la competencia y la radical desregulación impulsada en  los sistemas financieros desde comienzos de los años 80 (una desregulación pilotada por el propio sector, crecientemente capaz de colonizar la política y de someterla a sus intereses).  En estas circunstancias, la competencia empuja hacia actuaciones peligrosas a todos los agentes del mercado, incentivando a los más atrevidos (o más desvergonzados). Cuando no hay leyes que lo impidan ni penalizaciones inmediatas y cuando los riesgos no parecen inminentes, las empresas no pueden resistirse a la tentación de igualar las tasas de beneficio de los competidores más arriesgados o menos escrupulosos, como tampoco pueden permitirse pérdidas significativas de cuotas de mercado. La presión de los inversores (y especialmente de los institucionales, que se mueven veloces de una empresa a otra buscando el máximo beneficio o la máxima cotización de la acción) es una fuerza demasiado poderosa. A la que se suma, naturalmente, el incentivo que las retribuciones variables ejercen sobre los altos directivos. La crisis ha dejado numerosos ejemplos (y cadáveres) en el camino: desde la implicación en el negocio de las hipotecas basura a la venta de obligaciones preferentes en España, pasando por la alocada carrera en la financiación hipotecaria en muchos países.

¿Qué puede la autorregulación y la contención en esas circunstancias? ¿Qué bridas puede ofrecer la ética o la responsabilidad empresarial? Frente al moralismo bienpensante, hay que volver siempre la mirada al sistema que fomenta la inmoralidad. Y frente a las pías recomendaciones de volver a cimentar en valores firmes las conductas empresariales, hay que recordar que todo seguirá más o menos igual mientras no se cambien las reglas y las estructuras. Porque, insistamos, los muchos Belforts o Madoffs (por no recordar apellidos más castizos para nosotros) no son la causa de la crisis (aunque hayan contribuido poderosamente a ella), sino el resultado de la forma en que están organizados el sistema financiero y, en general, la economía. La inmoralidad -como la virtud- es seguramente innata al ser humano, pero su generalización no es la razón última del desastre que vivimos, sino el producto de la lógica dominante.

Por eso recuerda con sagacidad Félix Ovejero que “el desbarajuste moral no es la explicación, sino lo que hay que explicar”[2]. ¿Por qué se han desarrollado al tiempo y en sitios tan dispares tantos lobos tan carniceros? ¿Por qué han prosperado tan inconmensurablemente? ¿Qué caldo de cultivo los ha permitido crecer y reproducirse tan intensamente? ¿Cuál ha sido la infortunada razón de la verdadera epidemia de financieros irresponsables, deshonestos y estafadores que se extendió como una plaga entre mediados de los 90 y el estallido de la crisis?

Y quizás también habría que preguntarse por qué tantos economistas laureados han racionalizado y justificado como el mejor de los mundos posibles ese ecosistema tan fértil para generar camadas tan feroces, extensas y extendidas.

 

 

 

 (*) Artículo publicado inicialmente en eldiario.es, 22/2/2104



[1] La expresión es de Frédéric Lordon en un libro muy recomendable: El porqué de las crisis financieras y cómo evitarlas, Los libros de La Catarata, Madrid, 2009.

[2] F. Ovejero, ¿Idiotas o ciudadanos?, Montesinos, Barcelona, 2013.

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