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EL VELO DE LA IGNORANCIA CONTRA UN FUTURO DISTÓPICO

El velo de la ignorancia contra un futuro distópico

 

Los incendios en Australia, el deshielo del Ártico o los estragos causados por la gota fría en algunas provincias del este de España, durante este pasado invierno, han puesto en el primer plano de la opinión pública que el cambio climático provocado por el aumento de gases de efecto invernadero augura, si no ponemos remedio urgente, un mundo distópico, ya anunciado por algunos  escritores. Por ejemplo, ya lo hizo J. G. Ballard –que en su novela Un mundo sumergido (1962) plantea un mundo futuro en el que a consecuencia del deshielo de los casquetes polares los océanos han inundado la tierra firme,  la selva tropical invade el planeta, y los pocos humanos  luchan por vencer a la locura, amenazados por insectos y otros animales–  o, décadas después, Cormac McCarthy en La carretera (2006), la novela que narra el desesperado viaje al mar de  un padre y su hijo tras el cataclismo que ha dejado un mundo desolado y yermo, incapaz de regeneración, y  donde no hay más esperanza que el simple y sencillo amor paternofilial.

 

Además de las historias que tienen su génesis y desarrollo en distopías climáticas y medioambientales,  –que hoy, viendo la evolución de los fenómenos climáticos, son posibilidades que nos acechan–, existen otras realidades de las que apenas se habla, que pasan inadvertidas y  no llaman nuestra atención, pero que pueden ser igualmente premonitorias de otras realidades ya imaginadas por escritores y guionistas.

 

Hace unas semanas, Philip Alston, relator especial de la ONU sobre la pobreza extrema y los derechos humanos, tras visitar España, declaró que «la recuperación posterior a la recesión que ha sido tan buena para algunos ha dejado atrás a muchas personas». Sus palabras han puesto  en entredicho muchos tópicos como el de la imagen repetida de una sociedad familiar cercana enraizada en valores profundamente compartidos y han puesto en evidencia que «la solidaridad social se ha visto gravemente fracturada por la crisis económica y por la implementación de políticas neoliberales y que las  redes de seguridad locales y familiares, que habían sido históricamente importantes, continúan trabajando para los acomodados, pero han sido socavadas por una gran parte de la población».

Lo que Alston constató en su visita tiene además apoyo en datos incontestables. «Hoy, España se ubica cerca del fondo de la UE en demasiados indicadores sociales. Las tasas de pobreza son terriblemente altas. El 26,1% de las personas en España, y el 29,5% de los niños, estaban en riesgo de pobreza o exclusión social en 2018, una de las tasas más altas en Europa.  Más del 55% tuvo algún grado de dificultad para llegar a fin de mes, y un 5.4% experimentó privación material severa. La tasa de desempleo del 13.78% es más del doble que la tasa de la UE y la situación de los jóvenes es particularmente angustiosa con una tasa de desempleo del 30.51% entre los menores de 25 años», explicaba.

Las cifras de creación de empleo, una de las más altas de la UE, oscurecen la situación de pobreza real que viven muchos trabajadores y sus familias y la situación real del mercado laboral. Según sus palabras, «muchas personas trabajando en empleos mal pagados, a tiempo parcial o temporales, ganando salarios lamentablemente inadecuados para cubrir las necesidades básicas». Mientras, esta situación se contrapone con el bienestar de otra parte de la población, que ve superada la crisis –quizás porque nunca le afectó– y pone aún más de relieve la desigualdad existente, muy por encima de la media de la Unión Europea, como subraya Alston.

 

Pero más allá de los fríos datos, el relator de la ONU llama la atención sobre el hecho evidente, de que detrás de los números hay personas reales que experimentan graves dificultades para vivir. «En Galicia, el País Vasco, Extremadura, Andalucía, Cataluña y Madrid, me encontré con muchas personas que apenas están luchando. Muchos perdieron sus ahorros durante la crisis y otros se encuentran ahora en una situación en la que tienen que elegir entre poner comida en la mesa y calentar una casa. Demasiados están mirando la posibilidad de desalojo, incapaces de encontrar viviendas asequibles. Casi todos los que conocí buscaban con avidez trabajo decente. Conocí a una madre soltera viuda en Andalucía que solo puede encontrar 18 horas de trabajo a la semana, no lo suficiente para mantener a sus hijos; un hombre en Bilbao abusado de niño y posteriormente sin hogar a quien se le negó la asistencia social porque no pudo obtener el certificado de empadronamiento; y una mujer en las afueras de Madrid, criando niños en un área considerada peligrosa para la salud humana, en medio del olor de incineradores de desechos cercanos y en una casa en riesgo de colapso», explica.

 

En su declaración, difundida por algunos medios, incide Alston en que esta cruda realidad parece irreal y oculta para los ojos de la mayoría, que incluso no las reconocerían como parte de su país. «Un barrio pobre con condiciones mucho peores que un campamento de refugiados, sin agua corriente, electricidad o saneamiento, donde los trabajadores migrantes han vivido durante años sin ninguna mejora en su situación. Barrios cerrados de pobreza concentrada donde las familias crían niños con una escasez de servicios estatales, clínicas de salud, centros de empleo, seguridad, carreteras pavimentadas o electricidad legal. Una escuela segregada en un barrio pobre con un cuerpo estudiantil 100% romaní y una tasa de abandono temprano del 75%». Para concluir, el relator deja constancia del sentimiento de abandono y exclusión que perciben muchas personas. «La palabra que más escuché en las últimas dos semanas es abandonada. Abandonado en un estigmatizado suburbio de bajos ingresos que la policía evita. Abandonado a propietarios sin escrúpulos, aumentos de renta desmesurados o viviendas públicas sin mantenimiento. Abandonado a un sistema burocrático arbitrario que de repente niega o revoca el apoyo vital sin explicación».

 

Con su informe, el profesor Philip Alston  ha puesto de manifiesto la existencia de varios mundos que conviven sin reconocerse en España, aunque no sea una realidad exclusiva de nuestro país, sino del sistema económico imperante en el planeta. Uno de ellos es el formado por aquellos que viven dentro del sistema económico y que, con un trabajo remunerado dignamente, cubren sus necesidades y tienen la capacidad de acceder al crédito y a los innumerables y variadas bienes de consumo. El otro lo conforman aquellos que viven al margen de un sistema del que han sido desahuciados, y no pueden acceder al crédito ni a un trabajo legal –al tener deudas que superan su exiguo patrimonio– y malviven en condiciones indignas.

 

No existen vasos comunicantes entre ambos mundos, ni la posibilidad de pasar del segundo al primero. Sí, al contrario, no resulta difícil pasar del primero al segundo cuando se pierde un empleo fijo y digno. Se entra entonces en un agujero negro que pronto comunica con el segundo de los mundos. Un mundo marginal y silente, cada día más lleno de gente. Además, el  primer mundo, cada vez más dominado por el poder de las multinacionales, lleva tiempo  construyendo un tercer estado en el que se encuentran aquellos «afortunados» que con un  trabajo precario no pueden siquiera acceder a los bienes y derechos más básicos, como el alquiler de una vivienda digna, el pago de la factura de la luz o una alimentación sana para sus hijos. De este «tercer mundo» nos habla también el relator de la ONU que enfatizó que el empleo es clave para combatir la pobreza y mejorar las condiciones de vida en general de la población. Las recomendaciones de Alston van en dos sentidos: aumentar los salarios mínimos para que sea posible vivir con ellos y eliminar la explotación laboral.

 

La brecha entre estos tres mundos, que va in crescendoes el caldo de cultivo para las distopías sociales. Si los Estados no garantizan la paz social y determinados grupos de personas quedan al margen de toda protección, se empezará a fraguar un nuevo orden político en el que las masas entreguen su libertad a cambio de una seguridad precaria –y donde la tecnología está al servicio de la alienación– o  un reino en el que impere, tras el Estado fallido, la arbitrariedad y la violencia.

 

Paradigma del primer modelo es el que describe Aldous Huxley en Un mundo feliz  (1939), en el que habla de «una dictadura perfecta que tendría la apariencia de una democracia, pero que sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar». «Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre», plantea. El segundo modelo lo estamos viviendo ya de algún modo en lugares como Venezuela, cada vez más parecida al  país mísero y violento que recrea en la novela El jinete a pie  (2014) el escritor venezolano Israel Centeno,  en la que cuenta la historia de un hombre que intenta sobrevivir en una Caracas en ruinas, dominada por violentos motoristas.

 

Frente a estos riesgos, surge como reacción e ideal motivador la necesidad de impulsar un nuevo proyecto utópico construido sobre la teoría de la justicia que elaboró John Rawls. El autor parte de la idea  de que solo desde el «velo de ignorancia» se pueden elaborar las reglas que protejan prioritariamente las necesidades e intereses de los más desfavorecidos, pues nadie querría verse desprotegido si su situación futura –que desconoce– fuese precaria. Para Rawls, la justicia solo  es posible si las reglas que se establezcan  en un nuevo contrato social se escogen tras ese velo, ya que «si un hombre sabe que él es rico, puede encontrar racional el proponer que diversos impuestos sobre medios de bienestar sean declarados injustos; pero si supiera que era pobre, es muy probable que propusiera lo contrario. Para presentar las restricciones deseadas uno se imagina una situación en la que todos estén desprovistos de esta clase de información».

 

Para corregir los excesos generados por el miedo y por el egoísmo humano, sería conveniente que todos hiciéramos el esfuerzo de ponernos por un momento el velo de la ignorancia, que es tanto como pedir que nos pongamos en el lugar del otro. Así, nos despojaríamos de la protección propia que otorga el origen social, la nacionalidad, la educación, o el fácil acceso al agua y alimentos básicos, y seríamos más sensibles ante las crisis climáticas y sociales para evitar la llegada de los mundos distópicos que algunos escritores y guionistas han imaginado.

 

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