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Foro de debate sobre ética y responsabilidad social en empresas y organizaciones

El día 13 de enero de 1914 aparecía en el periódico londinense The Times el siguiente anuncio: “Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo escaso. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura el regreso. Honor y reconocimiento en caso de éxito”.  El aviso había sido publicado a instancias del explorador Ernest Shackleton (1.874 – 1.922), al objeto de reunir la tripulación necesaria para su proyecto de atravesar el Polo Sur. La posterior gesta que protagonizaría el propio Shackleton junto a las 27 personas finalmente seleccionadas, terminaría por convertirse en uno de los fracasos más exitosos de la historia reciente de la humanidad y en un ejemplo sin parangón de liderazgo y supervivencia en condiciones extremas, que hoy sigue siendo objeto de estudio en escuelas y universidades de todo el mundo. Los 20 meses que pasaron atrapados en el antártico, durante los que recorrieron 554 kilómetros a través de un desierto de hielo, 800 millas sobre mares embravecidos, a bordo de una embarcación que no llegaba a 7 metros de eslora y 35 kilómetros a través de escarpadas montañas heladas, culminaron con el regreso de la expedición y sin que llegara a lamentarse la pérdida de una sola vida humana. Una aventura excepcional llevada a cabo por hombres excepcionales, que quedó inmortalizada a través de las espectaculares imágenes de Frank Hurley, el fotógrafo de la expedición, cuyo impresionante trabajo es igualmente digno de admiración.

Al margen de la sobrecogedora gesta humana vivida por la expedición de Shackleton, desde el primer momento me pareció sorprendente el hecho de que un anuncio redactado en semejantes términos, pudiera reunir en pocos días la friolera de 5.000 solicitudes… hasta que caí en la cuenta de que lo que proponía el texto del anuncio no era demasiado diferente a la realidad que vivían miles de personas en la Inglaterra de aquellos años, especialmente entre el proletariado urbano. De hecho y salvando las distancias, ni siquiera resulta tan diferente de la realidad en la que viven hoy –en la que vivimos hoy- millones de seres humanos en todo el planeta… A los efectos, recuerdo una vez más el texto del anuncio: “…viaje peligroso. Sueldo escaso. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura el regreso. Honor y reconocimiento en caso de éxito”.

 

EL MAR COMO CATALIZADOR DE EXPERIENCIAS VITALES

Es obvio que el mar constituye un entorno diferente a aquel en el que habitualmente desarrollamos nuestra vida y sin duda tiene sus propias particularidades, lo que nos permitirá descubrir sensaciones y emociones diferentes y en algunos casos, nuevas para nuestros sentidos. Con todo, la mayor parte de las experiencias que pueden vivirse hoy en el mar, no son radicalmente diferentes de las que podemos encontrar en nuestra vida en tierra. Quizás por ello y no solamente por mi amor al mar, me resisto a dar por válidas las palabras del montañés Fray Antonio de Guevara, quien allá por el año 1539 componía El arte de marear, una de las más famosas invectivas que se conocen sobre los océanos y el arte de la navegación. En su texto, ornamentado con una persistente letanía entresacada de nuestro refranero, “la vida de la galera, déla Dios a quien la quiera”, podemos encontrar argumentos de esta índole: “A mi parecer sobra de codicia, y falta de cordura inventaron el arte de navegar; pues vemos por experiencia, que para los hombres que son poco bulliciosos, y menos codiciosos, no hay tierra en el mundo tan mísera, en la cual les falte lo necesario para la vida humana”…  Y un poco más adelante continúa diciendo: “Ni miento, ni me arrepiento de lo que digo, y es, que si no hubiese en los corazones de los hombres codicia, no habría sobre las mares flota: porque esta es la que les altera los corazones, los saca de sus casas, les da vanas esperanzas, les pone nuevas fuerzas, los destierra de sus patrias, les hace torres de viento, los priva de su quietud, los ajena de su juicio, y los lleva vendidos a la mar, y aun los hace mil pedazos en las rocas”… En todo caso y aún aceptando que en algún tiempo más o menos distante, o bajo determinadas circunstancias hubiera podido ser así, bien miradas, sus acres palabras tanto valdrían para otros tantos ámbitos de la vida del ser humano, pues basta apenas una pizca de imaginación, aliñada con algo de la ácida realidad que nos toca vivir, para encontrar sustitutos al “mar” y al “navegar” de mayor actualidad y vigencia. Es en esos otros procelosos piélagos, como los del economicismo, los del materialismo, los de la lucha por el poder, los del juego político, o los del insaciable anhelo de riquezas y no en nuestro querido mar azul, en donde verdaderamente termina naufragando el ser humano y con él la sociedad que configura.

A pesar de ello y antes al contrario, al tratarse de un entorno que nos resulta en cierto modo extraño y diferente a aquel en el que transcurre nuestra vida, si posee el mar una notable virtud: cataliza, acelera y concentra la experiencia vital y eso es, precisamente, lo que lo convierte en un entorno ideal para la formación, la educación y el aprendizaje, tanto de conocimientos y aptitudes intelectuales, como de virtudes y valores humanos.

 

Si entendemos cualquiera de estos términos como un proceso –y difícilmente pueden entenderse de otra manera-, ello implicará necesariamente experiencias, vivencias, ejercicios y situaciones diferentes, que serán las que en definitiva configuren cada uno de esos procesos de aprehensión. Un proceso, que en el caso de la educación, Martin Buber define como “la configuración del mundo que elige una persona”.

 

Ahora bien, para elegir lo primero que necesitamos es conocer: sin conocimiento no hay elección posible, tan solo aceptación de la realidad o sumisión a la realidad que otros nos quieren imponer. Un conocimiento, que pasa necesariamente por conocernos a nosotros mismos y a nuestros semejantes, en un proceso transversal y retroalimentado, pues nuestro propio conocimiento lleva a reconocer a esas otras personas y de manera recíproca, el conocimiento de quienes comparten la vida con nosotros, permite vernos reflejados en ellos y por lo tanto, reconocer mejor quiénes somos, cuáles son nuestras motivaciones, anhelos, sueños, inquietudes, virtudes y defectos. Si no somos conscientes de quienes somos, difícilmente podremos conocer a los demás, entenderlos y relacionarnos con ellos adecuadamente. Los seres humanos somos tan semejantes entre sí, que nuestra individualidad se basa más la conciencia de ser que de tener, en la singularidad de los detalles, que por ser realmente diferentes en lo esencial.

 

Por desgracia, el ritmo de vida frenético de la mayoría de las sociedades occidentales, en las que el tener prevalece habitualmente sobre el ser, marcan la pauta dominante de un entorno social, en donde las máscaras y las poses mantenidas dominan nuestras relaciones con los demás. Un escenario social en el que rara vez se permite conocer a las personas como realmente son; con frecuencia ni siquiera permite conocernos adecuadamente a nosotros mismos, reconocernos tal y como somos. Un ambiente en donde impera el ruido circundante, a veces en tono de bronca airada o como una estridente cacofonía, que llega incluso a enmudecer la voz de nuestra conciencia y los lamentos de una ética en parte olvidada y a veces hasta perseguida.

 

Por el contrario, en el mar y en particular a bordo de un barco, especialmente si es de vela y en travesías de varios días, las tornas se invierten: inmediatamente tener queda relegado a un segundo plano y se empieza a reconocer el ser. De forma natural, voluntaria y no violenta, el disfraz cae a las pocas horas y el individuo, el número, el contribuyente, el empleado, el jefe, el alumno y hasta el propio maestro, dejan paso la persona que todos llevamos dentro. Un entorno perfecto para la meditación y la reflexión, en donde la calma, el silencio, la soledad compartida y una actitud mental más receptiva, adquieren el papel protagonista. Y es que tal y como nos recuerda el filósofo Antonio Medrano, “la superación del actual desorden requiere, como primer paso, como condición imprescindible y sine qua non, la superación del desorden interno que cada cual porta en su propio vivir personal. Lo prioritario es la edificación y renovación de nuestra propia persona, la formación y articulación de nuestro propio mundo personal”.

 

No debemos perder de vista que es precisamente en esos desequilibrios, en donde tienen su origen las principales causas de infelicidad y frustración de las personas; en esa falta de sintonía entre lo que deseamos, lo que pensamos y lo que terminamos haciendo.

 

Por ello, y como parte inseparable de los procesos educativos y formativos, nuestra sociedad necesita –hoy más que nunca- personas íntegras y formadas en valores. Personas de honor, responsables y predispuestas a buscar la excelencia en cada uno de sus comportamientos y actuaciones en la vida. Personas equilibradas, a las que el mar puede ayudar a encontrar esa necesaria armonía existencial, que les permita entrar en comunión con su propia esencia, con las demás personas y con el mundo que habitan.

 

Y para aquellos que ante la posibilidad de recibir formación a bordo de un barco, puedan alegar como motivo de objeción los eventuales rigores propios del entorno, como inclemencias, mareos o la bravura del mar en determinados momentos, no puedo evitar recordarles que en el mar, como en la propia vida, las condiciones de navegación no son siempre las que uno desearía, sino las que la realidad se obstina en presentar a cada preciso momento. Saber navegar bajo cualquier condición y afrontar las circunstancias más difíciles nos prepara para poder superar nuevas dificultades en el futuro, pero sobre todo nos humaniza, ayuda a que comprendamos mejor el presente y nos hacen mejorar en todos los aspectos. Quizás por ello, me inclino a pensar que la mayoría de nuestros gobernantes deberían amarrarse uno año –o dos- al pie de un mástil y buscar en el mar lo que no han sabido hallar en tierra: sentido de la responsabilidad, vocación de servicio, disciplina, honestidad, respeto hacia los compañeros de travesía; comprender lo que significa el bien común y navegar en un mismo barco… En definitiva, humanidad.

 

LA CAPACIDAD FORMATIVA DEL MAR

 

Pese a todas esas indudables bondades, en España, hasta ahora, nos hemos acercado al mar fundamentalmente desde los ámbitos económico, lúdico, deportivo o defensivo, pero la parte formativa la tenemos prácticamente abandonada. Sin duda sorprende que en un estado con casi 8.000 km. de costa, apenas hayamos empezado a descubrir el valor formativo de nuestros mares y las magníficas posibilidades que ofrece, no ya sólo para la formación integral de las personas o en otros ámbitos concretos, sino también como medio ideal en el que desarrollar proyectos de integración social para personas con discapacidad, o para sectores marginales, como los relacionados con el consumo de drogas, el alcohol o la delincuencia. Un entorno, el mar, en donde quizás los españoles también podríamos aprender –de una vez por todas- que la convivencia es posible y que el barco en el que navegamos es el mismo para todos.

 

En definitiva, un entorno altamente formativo, que además de resultar imprescindible para la deseada y necesaria regeneración social, podría producir empleo, incrementar las posibilidades turísticas de España, diversificar e incrementar la oferta, promover la internacionalización de nuestro destino, aumentar el nivel medio de gasto por visitante y mejorar la calidad del turismo en general.

 

De hecho, la mayoría de estos últimos aspectos fueron recogidos en su día en el Plan del Turismo Español Horizonte 2020, pero en algunos casos, como sin duda ocurre con el Turismo Náutico, la falta de planificación y gestión eficaz, han terminado convirtiendo parte de esos objetivos en poco más que meras frases bienintencionadas, que en muchos casos siguen durmiendo el sueño de los justos entre los cajones, archivadores y despachos de las administraciones públicas autonómicas y estatales. Quizás algún día nos tomemos en serio la apuesta por el Turismo Náutico y las posibilidades que ofrece el mar contemplado desde esta perspectiva y más allá de nuestras playas, como una importante fuente de riqueza. De forma paralela, quizás también en algún momento se comprenda en España la importancia del mar para la formación humana, que es lo que en realidad constituye la fuente de riqueza de mayor trascendencia: la que se refiere a la riqueza moral y espiritual del ser humano. Desde luego, creo firmemente que la supervivencia de nuestra sociedad pasa necesariamente por otra manera de entender la formación de las personas, en donde el conocimiento de nosotros mismos, de nuestros semejantes y del mundo que habitamos se lleve a cabo en base a unos determinados principios y valores, que prevalezcan sobre la concepción mercantilista y utilitarista de la vida y hasta de la propia educación.

 

Fuera de nuestras fronteras ya hace mucho tiempo que supieron comprender el importante papel que podía desempeñar el mar respecto a la formación de las personas, así como a la hora de consolidar los principios morales y los valores humanos sobre los que se sustenta toda sociedad. Quizás por ello, en otros países es frecuente encontrar barcos e instituciones específicamente dedicados a realizar programas de formación en el mar: en Estados Unidos la SEA EDUCATION ASOCIATION, el PICTON CASTLE en Canadá, el STAD AMSTERDAM y el EENDRACHT en Holanda, la JUBILEE SAILING TRUST en Reino Unido, el GÖTHEBORG  y la FUNDACIÓN ELIDA en Suecia… los ejemplos son numerosos.

 

Por lo que se refiere a España y como ya se ha señalado, lamentablemente la formación en un entorno náutico y más concretamente a bordo de un barco, continúa siendo una actividad minoritaria y salvo contadas y meritorias excepciones, como la FUNDACIÓN AULAMAR o el propio CERVANTES SAAVEDRA, también en este sentido seguimos viviendo de espaldas al mar.

 

CONCLUSIÓN

 

Más allá de los grandes imperios que hicieron posible y perfeccionaron el arte de navegar, como egipcios, fenicios, griegos, romanos, árabes, vikingos, portugueses, españoles, holandeses o ingleses; más allá de las grandes gestas que tuvieron como escenario los mares y océanos de nuestro planeta, desde la Odisea de Homero, el comercio y el encuentro de culturas en el Mediterráneo, hasta las expediciones de Enrique “El Navegante”, la primera circunnavegación del globo, el descubrimiento de América, el Tornaviaje, o la conquista del Polo Sur; más allá de héroes que surcaron las aguas, acercaron culturas, consolidaron civilizaciones, ganaron batallas o sucumbieron en la profundidad de sus aguas o arrecifes, como Erik El Rojo, Colón, Hernández de Córdoba, Grijalva, Magallanes, Elcano, Vasco de Gama, Legazpi, San Francisco Javier, Álvaro de Bazán, Blas de Lezo, Darwin, Cook, Malaspina o el propio Shackleton, con el que abría esta intervención; más allá, digo, de ese indudable papel protagonista que el mar ha ocupado a lo largo de nuestra historia, lo que sigue siendo imprescindible para el ser humano es llevar a cabo la gran gesta, la aventura y la odisea de ese viaje de exploración y descubrimiento al interior de cada uno de nosotros. Y para ello el mar ha sido y sigue siendo un entorno excepcionalmente privilegiado.

 

Un marco perfecto para profundizar en el conocimiento de lo que somos y a la vez reconocer a quienes nos acompañan, no ya sólo en la travesía ocasional y voluntaria que puede realizarse a bordo de un barco, sino, sobre todo, en esa otra singladura insoslayable que es nuestra propia vida.

 

Todo ello es algo que también supo comprender en su día nuestro querido y recordado Felipe Segovia Olmo, en memoria de quien celebramos hoy este XII FORO DE TURISMO NÁUTICO, dedicando la mayor parte de su vida a la educación y formación de las personas, de las que, entre otras muchas, también yo soy un ejemplo. Seguramente también por ello entregó una parte importante de sus últimos años al mar y, sobre todo, a acercar el mar a los alumnos de sus colegios y universidades, en las que ese mar, también ocupa hoy un lugar destacado en los programas de formación. Sólo por ello y porque una parte de lo que soy también se lo debo a él, vaya hoy, junto a este homenaje, todo mi cariño, respeto y agradecimiento.

 

Me gustaría terminar con otras palabras de Antonio Medrano: “Quien adolece de falta de formación o cultivo personal, quien no se halla suficientemente formado o cultivado, no estará en modo alguno preparado  para afrontar los difíciles retos que plantea un momento histórico sumamente crítico como este que actualmente atravesamos y, por ello, difícilmente podrá  ser un elemento valioso en ninguna empresa de reconstrucción que requiera un especial empeño combativo”… “Tenemos que emprender la indispensable labor cultural, educativa y formativa de nosotros mismos si queremos tener un legítimo protagonismo en las vicisitudes de nuestra época, dar una respuesta adecuada a los problemas de la sociedad en que vivimos y cumplir con nuestro deber en el momento histórico presente”.

 

Creo firmemente que la formación humana en el mar puede contribuir decisivamente a conseguir todo ello.

 

Por Alberto de Zunzunegui Balbín

Conferencia impartida el 31 de mayo, en el XII FORO DE TURISMO NÁUTICO de la REAL LIGA NAVAL ESPAÑOLA

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