Comunidad ÉTNOR

Foro de debate sobre ética y responsabilidad social en empresas y organizaciones

De la RSE a la democracia en la empresa: un objetivo de progreso *

Pese a su difusión, es difícil negar que la idea dominante de la responsabilidad social empresarial o corporativa (RSE en adelante) -tal como la conciben las grandes empresas y el tinglado de expertos que gira en su torno- presenta en la práctica resultados muy discutibles: tanto por su forma de aplicarla como por su propio carácter (puede verse una opinión aquí). De hecho, son ya numerosos los observadores independientes que la cuestionan abiertamente: y no sólo por lo menguado de sus efectos reales en los comportamientos empresariales, sino porque muchos la consideran un discurso eminentemente retórico que, más allá de sus fines aparentes, persigue ante todo mejorar la imagen y la reputación de las grandes empresas y fortalecer su posición dominante en la escena económica. Las opiniones y análisis al respecto, tanto académicas como periodísticas y de organizaciones sociales, son cada vez más abundantes (si bien también, desde luego, lo son las posiciones favorables, como no podría dejar de suceder en un asunto que se ha convertido en estratégico para las grandes corporaciones).

Es una opinión que no implica necesariamente la minusvaloración de la idea original, que surgió precisamente en sectores que consideraban fundamental conseguir combatir las malas prácticas de todo tipo y los impactos sociales y ambientales negativos de las grandes empresas: una idea eminentemente crítica que éstas han sabido reconvertir de forma magistral en una farisaica filosofía a su servicio. Pero el objetivo de quienes discrepan de esa concepción empresarial sigue vigente, y para su implantación se han venido reclamando, en esencia, dos fórmulas complementarias: una mayor presión de la sociedad civil -en todos los campos: también en el mercado, penalizando la irresponsabilidad y premiando las buenas prácticas- y una regulación y supervisión públicas más exigentes, que superen el carácter esencialmente voluntarista con el que conciben las empresas la RSE, para convertir en obligatorias pautas de conducta adicionales a las actualmente reguladas (y particularmente en el escenario internacional, donde son mayores las lagunas legales).

Como se ha destacado ampliamente, uno de los ámbitos en los que más efectiva puede ser esa mayor severidad regulatoria es el sistema de gobierno corporativo: el conjunto de instituciones, normas y procedimientos en el que radican la estrategia y las decisiones fundamentales de la empresa, así como el control de su gestión. Conjunto en el que desempeña una función clave el consejo de administración, que constituye la piedra angular del gobierno empresarial. Por eso, se han planteado ya desde hace años diferentes recomendaciones de buenas prácticas sobre su carácter y funcionamiento en parte orientadas a contribuir a una mejor implementación de la RSE en las grandes empresas: básicamente en la línea de implicar más claramente a los consejos (y a los consejeros) en la estrategia de RSE de sus organizaciones.

No obstante, mucha menos atención se ha venido dedicando en los últimos años a otra línea de reforma del gobierno corporativo que puede ser sensiblemente más efectiva no sólo para avanzar hacia una RSE más auténtica, sino, más aún, para impulsar la consolidación de modelos empresariales mejores en todos los aspectos: más equitativos, justos y éticos, pero también más eficientes. Una línea sobre la que -desde otras perspectivas- se debatió profusamente en los años 70 y primeros 80 del siglo pasado, pero que desde entonces ha desaparecido casi totalmente de la agenda política.

Me refiero a las medidas legales que pueden abrir el paso en las grandes empresas a sistemas de gobierno más plurales: que no estén dominados abrumadoramente por los representantes de los accionistas, sino en los que participen otros colectivos también esenciales en la vida empresarial. Medidas que, para el ámbito de los trabajadores, ya existen en muchos países europeos -liderados por Alemania, Suecia y los restantes países nórdicos- y que defiende decididamente -al menos, en la teoría- la Unión Europea, particularmente desde la publicación en 2017 del Pilar Europeo sobre Derechos Sociales. Pero medidas que no tienen por qué limitarse a los asalariados -aunque sea éste un colectivo crucial y preferente-, sino que en buena lógica podrían extenderse también a los restantes grupos de interés más significativos en cada empresa: aquéllos que contribuyen de forma más determinante en el proceso de generación de valor.

Es algo que posibilitaría avanzar hacia mejores comportamientos empresariales en todos los aspectos y hacia una RSE más auténtica y práctica, porque la presencia de los diferentes colectivos en el órgano básico de gobierno implicaría que la empresa dejaría de perseguir el exclusivo interés de uno de ellos -el accionariado-, para orientarse hacia la búsqueda de objetivos de más largo plazo, más sostenibles y más equilibrados, en los que todas las partes implicadas encontraran una satisfacción válida: la búsqueda de un valor realmente compartido. Un valor en cuya composición -si la representación en el sistema de gobierno fuera adecuada- deberían estar presentes también intereses sociales generales. Una forma participativa de entender el sistema de gobierno en la que el consejo de administración dejaría de ser la representación de un sector y el instrumento por el cual este sector gobierna y controla la estrategia y la actividad de la empresa, para pasar a ser una cámara de compensación y de búsqueda de consenso entre los diferentes intereses que en ella intervienen de forma más decisiva.

Por supuesto, son ideas que la ortodoxia económica dominante califica de esotéricas, desde su convicción de que el único modelo de gobierno empresarial sensato, justo y eficiente es el que se basa en la soberanía accionarial. Una convicción que coincide con los intereses de buena parte de los mercados financieros -crecientemente alineados con la maximización del valor accionarial como criterio indiscutible de gestión- y que, en el marco de la ofensiva neoliberal, ha venido defendiendo una literatura académica de dimensiones hiperbólicas -sobre todo desde la década de 1980- y de fuerte sofisticación formal, elevada por los sectores dominantes en la empresa y en la universidad al altar de las verdades incuestionables (“el fin de la historia” en el gobierno corporativo).

Para ello se han utilizado -por toda una legión de académicos del máximo prestigio- numerosas -y a veces contrapuestas- razones: desde los derechos que corresponden a los accionistas por la supuesta propiedad de la empresa -cuando no son más que propietarios de participaciones en la sociedad mercantil que la sirve de soporte jurídico- hasta las presuntas justicia y optimalidad económica que corresponden a un modelo de empresa en el que los accionistas tienen todos los derechos de gobierno, de control y de apropiación del beneficio. Razones que, por sintetizar, se basan en alguna forma de excepcionalidad del papel de los accionistas en la empresa: ya sea por ser los únicos agentes que tienen contratos incompletos (los que no permiten cubrir todas las incidencias que se pueden presentar a lo largo de su duración), por ser los únicos que realizan inversiones específicas (las orientadas de forma muy concreta a la empresa y que perderían parte de su valor en usos alternativos) y los únicos que asumen riesgos residuales (los que surgen en caso de que el proyecto empresarial quiebre), ya por ser quienes realizan esas inversiones y asumen esos riesgos de forma esencial o ya porque, aunque nada de lo anterior fuera cierto, son los agentes a cuyo mando se minimizan los costes de transacción en la empresa. Son esas -diferentes- excepcionalidades, de las que se derivarían una posición especialmente frágil (!) o una capacidad de liderazgo diferencial, las que justificarían que se compensase a los accionistas con el monopolio del gobierno de la empresa y de la apropiación del beneficio residual.

Son argumentos todos en los que se ha sustentado sucesivamente el fundamento teórico del modelo de gran empresa característico de nuestro tiempo: la que -presuntamente- gobiernan los accionistas, contratando para su gestión a los directivos como agentes al servicio de sus objetivos y a quienes tratan de alinear con sus intereses por medio de remuneraciones que les incentivan -con frecuencia desmesuradamente- a priorizar ante todo la maximización del beneficio y del valor de la acción.

Por sus propias características definitorias -y por la creciente influencia en el accionariado de las grandes empresas de entidades financieras fuertemente orientadas al corto plazo, particularmente las instituciones de inversión colectiva-, se trata de un modelo de empresa que -como muestra una evidencia empírica ya muy abundante- genera problemas considerables, tanto en el interior de las empresas como a nivel de la economía general. Uno de ellos es que conduce a un enfrentamiento inevitable con los criterios esenciales de la RSE, por mucho que la gran mayoría de las grandes empresas digan defenderla. En la práctica, los objetivos empresariales prioritarios y los objetivos de la RSE se contraponen, por lo que éstos últimos se marginan, convirtiendo a la RSE en ese discurso comunicativo, reputacional y pretendidamente legitimatorio que comentaba al principio.

Pero -¡aleluya!- en toda esta problemática hay una buena noticia: frente a la apabullante artillería académica dominante, está surgiendo -sobre todo desde finales de los años 90- una literatura teórica crítica cada vez más amplia y cada vez más firme. Una literatura que -desde diferentes perspectivas y con diferentes procedencias- está revelando la inconsistencia de fondo de las diferentes apologías en favor de la soberanía accionarial, desmontando el irrealismo de sus argumentos, recordando que el papel de los acionstas no responde a más excepcionalidad que la que deriva de su mayor poder negociador y aportando materiales crecientemente sólidos para la justificación en términos económicos de la pertinencia de modelos plurales de gobierno empresarial (ver aquí y aquí dos comentarios algo más detallados).

Frente a las tesis neoliberales, lo que esta línea de investigación sostiene es que los modelos de empresa participativos son los que mejor recompensan los derechos de las diferentes partes implicadas en la vida empresarial y, al tiempo, los que mejor impulsan la eficiencia y el dinamismo de las empresas, porque son los que mejor incentivan en todos los agentes la realización de inversiones específicas, la asunción de riesgos y, en definitiva, el compromiso con el proyecto empresarial. Razones que deberían inducir a considerar la conveniencia de avanzar hacia su implantación práctica.

Claro está que se trata de un planteamiento que no está de ninguna forma exento de problemas -como la delimitación de los grupos que deben participar en el consejo o la forma de participación- y que introduce grados considerables de complejidad, frente a la simplicidad de la subordinación de las decisiones a un único criterio. Pero -como lo justifican los trabajos teóricos mencionados y como lo muestra la experiencia de muchas empresas europeas- no implica necesariamente peores resultados económicos. Al contrario, puede aportar ventajas significativas: entre otras, mejoras en el control de la gestión, desincentivos al cortoplacismo y a la asunción de riesgos excesivos, freno a la discrecionalidad y a la cooptación por parte de los altos directivos, incremento del compromiso de las partes implicadas y de la confianza entre ellas e impulso -al calor del fomento de las inversiones específicas- del aprendizaje colectivo, de la productividad, de la calidad y del capital social.

Estamos ante una línea de razonamiento que -como antes se apuntaba- se refiere ante todo a los empleados, cuya inversión formativa es en buena medida específica y cuyos riesgos ante el futuro de la empresa son en muchos casos superiores a los de los accionistas -que sólo exponen el valor de sus acciones, además cada vez más líquidas-. Pero también a todos los agentes que realizan ese tipo de inversiones y que asumen ese tipo de riesgos: clientes y proveedores estratégicos, que dependen en buena medida de la empresa en cuestión y cuya estructura productiva está fuertemente condicionada por ella, desarrollando inversiones directamente relacionadas con ella y asumiendo en consecuencia riesgos evidentes; clientes no estratégicos, pero para los que la adquisición en la empresa es -por las razones que fueran- prioritaria; determinados colectivos y comunidades locales severamente afectados por externalidades negativas de la empresa, que la empresa no compensa y que, por tanto, están contribuyendo involuntariamente -a veces decisivamente- al abaratamiento de los costes productivos.

Todos ellos, junto a accionistas y directivos, por supuesto, contribuyen de forma insustituible a la generación de valor empresarial y todos lo hacen desarrollando compromisos y asumiendo riesgos muy por encima de lo que sus respectivos contratos garantizan. Todos, por eso, son depositarios de derechos frente a la empresa comparables a los de los propietarios del capital accionarial. Todos, en consecuencia, tienen derecho a intervenir en alguna medida -no igual, desde luego- en su gobierno y en su control, como también todos tienen derecho a participar en la distribución del beneficio de forma proporcional a su aportación.

Es un modelo de gobierno participativo que se corresponde con una concepción de la empresa sustancialmente diferente a la convencional. Una concepción para la que la empresa no es -como en la visión tradicional- una simple asociación legal constituida por el capital social, nutrido por las aportaciones de los socios/accionistas, sino una asociación mucho más compleja y real, formada por diferentes capitales (recursos): el capital accionarial y financiero, ciertamente, pero también el capital humano, cognoscitivo, organizacional y relacional aportado por directivos y empleados, el productivo y distributivo aportado por la cadena de valor y la clientela, el reputacional y estructural aportado por todos los que en ella colaboran, el que se materializa en las externalidades que soportan determinados colectivos... Una entidad, por tanto, que no puede ser entendida como un simple objeto de propiedad de los accionistas (una mercancía), con el que -como dueños y señores- pueden hacer lo que quieran, sino como una entidad de naturaleza asociativa con identidad diferenciada, en la que la cooperación de todos los partícipes es esencial y que debe aspirar al óptimo valor compartido de todos ellos. Una complicada red de aportaciones y derechos que es de muchos, y que debe ser gobernada de forma proporcional y justa por todos aquéllos a los que, en mayor o menor medida, pertenece.

Y como antes señalaba, se trata de un modelo de la empresa que -sin ser la imposible panacea- automáticamente impulsaría hacia objetivos más compartidos y equilibrados y más coherentes con la sostenibiidad y la RSE. Es más, es un enfoque que -como ha señalado A. Brink- permite avanzar hacia una fundamentación económica de la ética empresarial y de la RSE radicalmente diferente de la basada en el interés instrumental que puede tener para la empresa (el llamado “business case”). Por eso, frente a una concepción de la RSE que está siendo cada vez más cooptada por el considerablemente hipócrita discurso empresarial -eminentemente voluntarista, unilateral, economicista y en última instancia condicionado siempre al beneficio-, algunos pensamos que hace falta dar un paso decidido y empezar a reclamar lo que sí nos parece innegablemente positivo para la sociedad y realmente transformador: la democracia en la empresa. Porque de esto se trata: de que la democracia no se pare en las puertas de las empresas (al menos, de las mayores y menos personales); de repensar la economía desde la democracia, como no hace mucho reclamaba Bruno Estrada. Algo que, dado el enorme poder de las grandes corporaciones y su inmensa capacidad de condicionamiento en todos los ámbitos, podría contribuir sustancialmente a mitigar la unilateralidad de ese poder y a profundizar en el nivel general de democracia.

Es verdad que los consejos de administración participativos y plurales no son el único requisito para avanzar hacia una democracia empresarial efectiva, como lo prueba la diferente eficacia de las experiencias europeas en curso (véase aquí un documento de mucho interés al respecto). Pero son una condición imprescindible. Una condición, además, y es lo que aquí se ha querido destacar, que no es una simple ensoñación utópica, sino sobre la que existe ya una considerable fundamentación económica.

Aunque no se puede negar, desde luego, que sí parecen más propias del terreno de los sueños estas cuestiones desde la perspectiva del lúgubre panorama político actual de nuestro país, ante un gobierno que ha hecho causa primera del debilitamiento del poder sindical y de la omnipotencia de accionistas y altos directivos en el seno de las empresas y en un entorno en el que la correlación de fuerzas social y política no parece favorecer en modo alguno este tipo de planteamientos. Pero sin olvidar la cruda realidad, no deberíamos olvidar tampoco la importancia que tiene refutar en la teoría la falsa inapelabilidad de los argumentos en que se basa el paradigma dominante: empezar a ganar la batalla de las ideas es el paso ineludible para poder aspirar a cambiar la realidad.

* Artículo publicado en Ágora (https://www.agorarsc.org/de-la-rse-a-la-democracia-en-la-empresa-un...)

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