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Foro de debate sobre ética y responsabilidad social en empresas y organizaciones

La izquierda europea suele valorar de forma demasiado condescendiente los planteamientos políticos de la izquierda demócrata de EEUU. Seguramente, tiene razones sobradas para hacerlo. Pero es una actitud que en ocasiones impide apreciar adecuadamente iniciativas de interés, que podrían resultar inspiradoras en el viejo continente. Quizás sea uno de estos casos lo que viene proponiendo frente a las grandes corporaciones de su país la candidata a las primarias del Partido Demócrata Elizabeth Warren.

No hace falta insistir, por evidente, en el peligro que para la democracia representa el crecimiento de la capacidad de condicionamiento de las grandes empresas. Una capacidad que -como también resulta patente- no se limita a la vertiente económica, sino que alcanza a prácticamente a todas las dimensiones de la vida. Pero que deriva ante todo del poder de mercado que las confiere su tamaño: un poder que viene aumentando intensamente a lo largo de las últimas décadas, como incluso la literatura académica ortodoxa atestigua cada vez más rotundamente (ver, por ejemplo, aquí y aquí).

Ciertamente, abundan también -y desde hace no poco tiempo- las llamadas de atención frente a ese peligro multidimensional (pueden verse ejemplos cercanos aquí y aquí), que se vienen haciendo en nuestros días particularmente frecuentes en el caso de las grandes corporaciones tecnológicas: tanto por la propia rapidez de su crecimiento como por los específicos problemas sociales -que entran en el terreno de las más negras distopías- que pueden provocar (ver a este respecto un ejemplo reciente aquí). Pero es algo, no obstante, que todavía se refleja muy débilmente -salvo en facetas concretas, como la problemática fiscal- en los programas políticos de los partidos progresistas que tienen más posibilidad de gobernar (¿quizás porque es una posibilidad que se alejaría si afrontaran este problema con mayor decisión?).

Curiosamente, las excepciones más notables en este panorama se encuentran en dos países en los que la izquierda ha venido siendo sensiblemente acomodaticia con la gran empresa. Son los casos del Partido Laborista en el Reino Unido -que ha hecho de esta cuestión un elemento central de su programa- y de algunos de los pre-candidatos a la presidencia en las elecciones de 2020 en Estados Unidos del habitualmente tan comedido Partido Demócrata: especialmente, Bernie Sanders -el más abiertamente crítico con el sistema- y -como ha destacado en más de una ocasión Esteban Hernández-, la más moderada Elizabeth Warren. Una veterana mujer que parece surgida del cine de Frank Capra: como su inolvidable “caballero sin espada”, de origen humilde, ejemplo de autosuperación y armada sólo de coraje, rectitud y buenos argumentos. Y además, brillante y exitosa pese a las dificultades, senadora, ex-profesora de Derecho de la Universidad de Harvard y siempre combativa, aunque alejada de todo extremismo. Pero con una radicalidad analítica que no deja de asombrar en una figura política de su talante. Una mujer, por otra parte, que reivindica ante todo en este terreno algo tan aparentemente compatible con la economía de mercado como la defensa de la competencia. Pero tan subversivo del orden dominante. En esa medida, y dada la pujanza de su candidatura, no está de más reparar en su programa.

Un programa centrado en un incremento de la intervención pública en la economía que produce espanto en la derecha republicana, pero también en los sectores demócratas más conservadores, y que pilota en torno a la gratuidad sanitaria y educativa, a notables mejoras laborales, al fortalecimiento del sindicalismo y a subidas impositivas y lucha contra la evasión fiscal de grandes fortunas y grandes empresas. Pero que concede una importante atención también a la necesidad de frenar el poder y de modificar la lógica de funcionamiento de las mayores corporaciones, así como la influencia que en ellas ejercen los mercados de capitales y los inversores institucionales. Aspectos todos que se apoyan en buena parte en el sólido trabajo reflexivo de uno de los muchos think-tanks demócratas, el Instituto Roosevelt, que -como he apuntado en otra ocasión- viene desarrollando sobre estos temas una muy sólida línea analítica y propositiva. Argumentos, por otra parte, y en ello estriba la profundidad de sus implicaciones, que no se centran únicamente en el poder de mercado: el problema no radica sólo en el tamaño, sino en el carácter de las grandes corporaciones y en la íntima imbricación que establecen con los mercados de capitales y los inversores institucionales.

Es un carácter que viene determinado por la soberanía que en ellas tienen los accionistas mayoritarios, que imponen sistemas de gobierno corporativo dominados casi absolutamente por ellos y focalizados hacia la persecución desequilibrada de sus intereses, que suelen coincidir con la maximización continua -y frecuentemente forzada- del beneficio, para impulsar permanentemente el valor de la acción. Algo de lo que derivan estrategias muchas veces ultracortoplacistas -aunque en este punto, alguna gran tecnológica es una excepción-, que marginan y perjudican sistemáticamente los intereses de los restantes agentes implicados en su actividad y los del conjunto de la sociedad.

Se trata de una forma de gobierno y de unas estrategias que se ven impulsadas por las pautas de financiación en que cada vez más claramente se apoyan las grandes empresas: pautas en las que la financiación bancaria tradicional se ve crecientemente sustituida por la financiación a través del mercado de capitales -de la bolsa-, vía inversión accionarial y en deuda, y por la destacada participación que en esa inversión asumen los grandes inversores institucionales (fundamentalmente, los grandes fondos de inversión). Inversores inevitablemente cortoplacistas, porque tienen que perseguir obligadamente la maximización permanente del valor patrimonial de las inversiones de sus partícipes, con lo que refuerzan y potencian acusadamente la estrategia accionarial de las grandes empresas.

Pues bien, las propuestas de Warren se dirigen a este doble problema: poder de mercado y modelo de gobierno y de funcionamiento de las grandes empresas.

Poder de mercado

En cuanto a la primera faceta, la senadora ha denunciado con claridad meridiana cómo el poder monopolista u oligopolista de las mayores empresas está pervirtiendo las reglas del juego de las economías de mercado, desvirtuando la competencia: asfixiando a empresas rivales, frenando la consolidación y expansión de otras empresas, imponiendo precios y salarios, condicionando la actuación de competidores, proveedores y clientes, eludiendo el pago de impuestos y distorsionando el funcionamiento general del mercado. Efectos todos que, sumados a la destrucción de empleo y al deterioro de las condiciones de trabajo para lo que en no pocos casos utilizan las grandes corporaciones las innovaciones tecnológicas -como recordaba hace poco el profesor Costas-, contribuyen decisivamente a la demolición del pacto social en que se ha asentado el progreso de las economías desarrolladas desde el final de la II Guerra Mundial y a la erosión de la propia democracia. Frente a ello, Warren defiende con contundencia la necesidad de incrementar la regulación y la tributación de las grandes empresas, de dificultar las adquisiciones y fusiones que respondan prioritariamente a la ambición de aumentar dimensión y -particularmente para el caso de las grandes tecnológicas- de trocear los conglomerados empresariales en diferentes empresas que se dediquen a los diferentes segmentos de negocio que integran.

Modelo de gobierno

Son propuestas que se complementan -y que alcanzan su pleno sentido- con el segundo de los problemas mencionados: el modelo de gobierno, de funcionamiento y de financiación de las grandes empresas. Por una parte, frente a la capacidad de influencia que en ellas -y en todas las empresas cotizadas- llegan a adquirir los grandes inversores institucionales, la senadora Warren ha promovido un importante proyecto de ley, de título que en España parecería producto del izquierdismo más radical: “Stop Wall Street Looting Act” (“Proyecto de Ley para frenar el saqueo de Wall Street”), que persigue ante todo mitigar la facilidad con que las empresas recompran sus propias acciones y la capacidad de los fondos de inversión y de alto riesgo para adquirir participaciones sustanciales en las empresas para extraer de ellas la máxima rentabilidad especulativa -las máximas plusvalías- en el menor tiempo posible. Formas de actuación, ambas, que suelen aparejar drásticos procesos de reducción de costes y de inversiones con el objetivo de incrementar al máximo y cuanto antes el valor de la acción: para aumentar los rendimientos inmediatos de los accionistas y para que los inversores puedan vender en cuanto sea económicamente rentable esas participaciones. Todo a riesgo de afectar muy negativamente la solvencia y la sostenibilidad de las empresas en cuestión y de debilitar gravemente el conjunto del tejido productivo nacional.

Todo ello se complementa con una línea de acción paralela que está en la base de otro proyecto de ley presentado por la senadora: “Accountable Capitalism Act” (“Proyecto de Ley para un capitalismo responsable”). Un proyecto en el que Warren, entre otras cosas, propone un cambio radical en el gobierno de las grandes empresas (las que superen la cifra de negocio de mil millones de dólares). En esencia, una modificación sustancial en la composición de los consejos de administración de este tipo de compañías, para que obligatoriamente un 40% de sus miembros sean empleados elegidos por el conjunto de la plantilla, sin necesidad de que adquieran previamente acciones de la empresa y sin mediaciones de la dirección ni del accionariado. Es decir, un cambio fundamental en el ógano básico de gobierno de las grandes corporaciones, en línea con los modelos de cogestión más avanzados de algunos países europeos. Desde luego, es algo que no supone automáticamente una revolucionaria democratización plena de las empresas (que, entre otras cosas, requeriría también el acceso a los órganos de gobierno de otros agentes básicos en la actividad empresarial) ni su transformación en entidades decididamente solidarias con la sociedad. Pero sí, sin duda, un impulso decisivo en esa dirección, en la medida en que posibilitaría un sistema de gobierno más participativo, la reducción de la unilateralidad de las decisiones y una menor obsesión por la maximización cortoplacista del valor de la acción (y de todos los desequilibrios que tanto a nivel interno como a nivel macro genera). Y que permitiría también avanzar hacia la paulatina conformación de empresas más responsables y sostenibles, porque la presencia signficativa de representantes de los trabajadores en los órganos de gobierno corporativo puede paliar la polarización de la gestión empresarial hacia el exclusivo interés de los accionistas y de los altos directivos e impulsar formas de gestión más sensibles con el largo plazo, más sostenibles y más responsables hacia todas las partes afectadas y hacia el conjunto de la sociedad: horizontes y objetivos frente a los que los empleados son normalmente mucho más receptivos que los grandes accionistas y altos directivos. Horizontes y objetivos más propicios, en definitiva, para que las grandes empresas se orienten hacia la búsqueda de un valor más compartido y equilibrado para la comunidad. Y seguramente también para que pueda reducirse el enorme grado de desigualdad en las retribuciones que existe en el interior de estas grandes corporaciones y para que, incluso, pueda mitigarse el inmenso poder de condicionamiento político que tienen en la actualidad, porque los intereses políticos de los accionistas mayoritarios y de los altos directivos se controlarían y compensarían internamente -al menos, en alguna medida- por los intereses de los trabajadores.

Buenas razones

Algo, por otra parte, que no implicaría inevitablemente -como el poder empresarial y la Economía dominante postulan- el descontrol y la ineficiencia de las empresas que adoptaran este modelo de gobierno. Por una parte, una cada vez más sólida literatura académica sostiene lo contrario (ver mi colaboración en el nº 32 de Dossieres EsF): algo a lo que ha hecho notables aportaciones el citado Instituto Roosevelt (pueden verse dos referencias especialmente interesantes aquí y aquí). Por otra, porque una ya profusa evidencia empírica demuestra que los numerosos casos de empresas que adoptan modelos de gobierno en los que participan los trabajadores (sea voluntariamente o por leyes que en determinados casos obligan a ello) no presentan mayoritariamente comportamientos peores en términos económicos que las empresas convencionales. Al contrario, son considerables los indicios -aunque ciertamente no determinantes- que inducen a valorar muy positivamente este tipo experiencias, tanto para para las propias empresas y la economía general como para los trabajadores, las comunidades locales y el conjunto de la sociedad (pueden verse numerosas referencias aquí y aquí).

Por todo ello, no estaría de más que el todavía hipotético (a la fecha en que se escribe este artículo) gobierno de coalición de nuestro país dedicara a estas cuestiones alguna atención. Aunque no resulte extraño que no figuren entre sus prioridades, dada su debilidad, no debería olvidarse que buena parte de nuestro futuro económico y político -de nuestra calidad de vida, de nuestra democracia y de nuestras libertades- depende de ellas.

* Artículo publicado en Contexto, el 24/12/2019.

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